lunes, 4 de febrero de 2013

Postales de Valizas (2006-2013): El balneario luminoso


Foto: Andrea R. Mendoza.

-Yo no sé qué le ven a este lugar. La playa es horrible, el agua es un asco, los precios son altísimos... ¿Me podés explicar qué tiene Valizas?

Y no puedo explicar, no. Ella se acomoda el pelo inacomodable y se manda otro trago de cerveza tibia desde su vaso de plástico. Vamos hablando de cosas de borrachos con las lenguas secas y enredadas (en sí mismas, cada una adentro de su boca) haciendo zigzag en la arena valicera bajo un cielo que, del tono negro, celestoide y eléctrico de un televisor defectuoso recién apagado, no se anima a amanecer. Un rato después las lenguas se enredan entre sí, y otro rato después nos estamos revolcando furiosamente adentro de una carpa incómoda y calurosa que en su etiqueta miente con descaro: cuando la rotularon "para dos personas" cometieron el error imperdonable de no considerar el espacio necesario para la amplia gama de actividades que pueden llevar a cabo dos cuerpos entre mochilas, sobres de dormir y bolsas con sachets de champú, papel higiénico y jabones babosos. 

Todo concluye al fin. Vuelvo por la principal del pueblo fantasma. La mañana está apenas habitada: perros callejeros, panaderos que ya arrancaron a preparar los bizcochos que en algunas horas aplacarán los bajones porreros de otros, y cadáveres de punks que, inconscientes sobre el pasto de la plaza y embutidos en sus camperas oscuras y con parches de La Polla Records -más calurosas bajo el rayo del sol por ser negras-, no se dieron cuenta de que el personal de limpieza de la Intendencia de Rocha les barre alrededor como si fueran estatuas o bancos. Valizas despierta, los punks siguen dormidos y la pregunta sigue dando vueltas. 

¿Qué tiene Valizas?

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Valizas tiene drogas. Montevideo en verano casi que no. En especial porro. Todos los años es igual: apenas diciembre empieza a perfilar la agonía del año, el faso migra hacia el este. Es el Éxodo Oriental y, para muchos, tremenda redota. Igual, lo más tirando a químico siempre se consigue. Allá hay de todo, especialmente faso por todos lados. Faso en las calles, faso en la playa, faso en los jardines de las casas y en plantaciones en los campings, faso que fuman los hijos a escondidas de sus padres, faso que fuman los padres a escondidas de sus hijos. 

Lo más fácil de adquirir es el tristemente célebre prensado paraguayo que, al contrario que el cogollo o las flores, pega más para el embotamiento cerebral que para la risa o los pequeños viajes sensoriales. También se consigue merca y tripa: un 25, un gramo o un cartón (hierba, pala y Lucy in the Sky with Diamonds, respectivamente) andan por los 800 pesos. Precios complicados para el valiceante promedio, sommelier de vinos berreta y degustador de los productos cuasialimenticios de El Rey de la Milanesa. En todo caso, los padres no deberían preocuparse tanto por que sus hijos se droguen, sino por el origen, con seguridad delictivo, de la plata que se precisa para pegar algo en Valizas.

La calidad es acorde a los estándares. La merca, aseguran, es tan cortada como la que se mueve en ciertos boliches aviares de la Ciudad Vieja. Es probable que eso que salta desde los pequeños retazos de bolsas de supermercado por vía nasal a la corriente sanguínea tenga muy poco del clorhidrato de un componente de una hoja del altiplano, y mucho de sustancias rebajantes como la cal o la naftalina. Tal vez no sirva mucho para mantenerse despierta y energética hasta altas horas de la madrugada y con alto grado de bebidas distintas filtrándose en los riñones, pero seguramente sea muy útil para blanquear paredes y mantener lejos a las polillas, señora.

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Hay una rotonda que nuclea a los artesanos, que exponen sus productos multicolores y latinoamericanistas sobre mesas de madera y bajo la luz de soles eléctricos. Hay un escenario donde hay toques todos los días. Están organizados, casi como un gremio, si no fuera ésa una palabra muy poco compatible con el jipismo.

Pero también están los outsiders, que crecen como hongos a ambos lados de la principal y se rescatan como pueden sobre sus paños, alumbrados con la luz pedorra de algún farol improvisado con velas y botellas de plástico. Algunos dejan sus cosas en la calle y achican mismo recostados en las zanjas, unos metros más allá. Yendo por el camino de tierra, una escena de 25 Watts se hace casi realidad: un jipunk (50% jipi, 50% punk), de obligatoria cresta y cara tiznada, corta sus precarias tácticas de levante dirigidas a una artesana treintañera y, con los ojos rojos clavados en mi remera de Space Invaders, levanta la voz.

-¡No le compren ropa al Imperio, gurises!

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Valizas tiene jipis. No hippies, que son otra cosa. Los hippies veneraban a Dylan y a Hendrix; los jipis aman al nefasto Chole de La Abuela Coca y al Pitufo Lombardo. Los hippies repartían flores en protestas contra Nixon y la Guerra de Vietnam; los jipis sólo se congregan si hay guitarras y madera prendida fuego. Como polillas, pero la merca cortada con naftalina no los ahuyenta. Los hippies, en definitiva, son mejores porque ya no existen.

Los jipis creen en "el sistema", o más bien lo crean para depositar en él todo lo malo del mundo. Lo contrario, lo bueno, es la Pachamama, la armonía, Babylon, las mandalas, los atrapasueños, las "energías" (aunque nadie nunca inventó un sistema de registro y medición para generar alguna evidencia de que existen, pero bueno: son jipis), el aura, la libertad. "Televisión=malo, plantitas=bueno". Creen en la corrupción del entramado político y social, y la mejor acción que encuentran es ¡juntarse con la yenchi a fumar y tocar unos temas de Marley! 

El jipi está conectado con la matriz cósmica, unido a la esencia del útero universal a través de un cordón umbilical que tiene los colores de la bandera de Jamaica. El jipi tiene el número de la Madre Naturaleza en el discado rápido del celular de su espíritu. Tiene línea directa con los cuatro elementos y la luna le tira piques sobre qué punto energético del universo es más conveniente para tirar el paño con pulseras y caravanas.

El jipi tiene la posta, porque está por fuera, aunque coma (poco) gracias al bolsillo de los turistas porteños (aunque, bueno, este año no tanto a partir de la restricción de los dólares), intercambio que pone bastante en duda la no inclusión de sus tractos digestivos en la compleja red de procesos que componen al capitalismo actual en tiempos hipermodernos. Pero el jipi está por fuera, por encima. El jipi la va de diferente, pero en el fondo es igual al resto. Las jipis chillan temas de Sumo en los fogones, sin darse cuenta de que ellas también son rubias taradas. La rubia tarada siempre, siempre es el otro. 

No me olvido más de la expresión de incredulidad de un jipi al ver que yo le pegaba una pitada honda a un porro. "¿Pero cómo?", se habrá preguntado, mientras repasaba mi camisa a cuadros, mis lentes (son para la miopía y el astigmatismo, y no para la gente que me da asco) y mi remera de Lost. El jipi es uno más en el sistema de seducción de la raza humana: hay jipis macho alfa y otros opressed by the figures of beauty, diría Cohen. Lo que importa es lo de adentro, sí, pero no hay luz del alma que compita con un buen par de tetas o unos abdominales marcados. El jipi puede llegar a ser tanto o más careta y superficial que nosotros, los humanos, pero es mucho peor porque afirma que no. 

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Estamos con dos argentinos del camping en El León, un boliche horrible, bailando. Bah, ellos bailan; yo me muevo torpemente de un lado a otro al ritmo de temas de la calaña de "Tirá para arriba" o "Con una rubia en el avión". No sé sus nombres, y probablemente ellos tampoco conocen el mío. Él es cordobés, barbudo y un poco melancólico, y baila mirando para todos lados. Ella es porteña, graciosa pero seria, flaquita, casi sin tetas y divina, y se mueve medio en joda y medio en serio. Sus ojos tienen fibras verdes y celestes, como una explosión nuclear congelada del lado de adentro de las retinas. Nunca sé qué hacer en estos casos, pero le intento agarrar la mano y ella medio que sigue el juego. Sondeo a ver si el cordobés muestra alguna señal de interés, pero no: está en la barra, conversando con dos chetitas que se mueren por demostrar que no lo son, lo que hace muy visible tanto sus esfuerzos como su chetismo. La porteña se divierte pero, como una Sue Storm un poco menos fantástica, mantiene una barrera invisible en el medio. En un momento de la noche saluda y se vuelve al camping, y no puedo evitar hacerle el comentario a su compatriota.

-Che, qué linda que es. Pero medio que no da bola, ¿no?
-Le gusta más la concha que a nosotros dos juntos. Es re torta, boló -aclara con ese acento que lo habilita a alardear de su gusto por el vino sin soda y a viajar sin documentos. 

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Valizas tiene campings. Cualquiera que piense que un camping es un lugar donde la gente acampa no entiende nada. Un camping es un microuniverso, una representación a escala del mundo, un laboratorio de experimentación social de cruces improbables, de intersecciones de itinerarios de viajes pretendidamente reveladores por Latinoamérica, parejas que se escapan del mundo con unos pocos mangos en el bolsillo chico de la mochila y grupetes de amigos que, como un enjambre de langostas viriiles se dedican a rastrillar Rocha y garcharse todo a su paso. Un camping es un reality show con cocinas comunitarias y duchas con canillas de agua caliente que mienten en la temperatura del agua que regulan tanto o más que lo que las carpas para dos personas mienten en su volumen. Un par de días de camping son un croquis de todo: como en los bares de viejos o en los cibercafés, se forjan "amistades", "amores", "alianzas". Todo con comillas.

Llegando por la ruta está La Comarca, que no le hace nada de honor a su nombre tolkieniano salvo por estar muy lejos del pueblo. Ahí compartí unos cuantos polvos que en su mayoría no llegaron a nada con una porteña con la que mantuvimos una larga relación intermitente -entre mails y fogonazos en playas oscuras y plazas montevideanas- que tampoco llegó a mucho. El polvo también es una representación a escala. Saberlo.

Ya adentro del pueblo hay unos cuantos campings nuevos, que aparecieron de la nada. En realidad aparecieron en los fondos de las casas y en establos que cambiaron alfalfa por arena y caballos incómodos por acampantes incómodos. El camping del Papa. En uno de esos nos quedamos una semana con J, con apenas plata para pagarnos un lugar. Comíamos como canarios y garchábamos mucho, como parte de un coro rítmico y nocturno de estructuras de nylon y polietileno y gemidos provenientes de las carpas agitadas de alrededor.

Cada mañana contábamos la plata, que era imposiblemente poca. Uno de los últimos días comimos restos de arroz que nos regalaron dos santafesinos; otro, habíamos fumado tanto que nos reímos hasta las lágrimas de un documental sobre radios comunitarias en América Latina, y el humo cannábico nos disolvió tanto el estómago de hambre que, de vuelta en el camping, nos mandamos una lata de arvejas, así, con los dedos, sin miedo a cortarnos con los dientes de zinc de la lata barata y mal abierta a cuchillo.

Fue la pobreza más linda de mi vida.
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Valizas tiene campings, parte dos. En los campings uno se enamora, o cae en lo más parecido al amor que se puede en esa ventana mínima, improbable y fugaz que se abre cuando se cruzan los (no "destinos", que es una palabra demasiado jipi) caminos (no "de la vida" tampoco, por favor. Silencio, Vicentico) de uno y una guacha divina, frecuentemente extranjera. Ésta tiene un cerquillo perfecto, geométricamente perfecto, que debería obligar a quien sea que define lo que es una línea recta a reconsiderar el concepto. Posta que es perfecto. Tiene pecas también. Ahora estamos en un fogón. Los fogones son otro experimento.

El chileno es parecido a Gustavo Cerati, aunque (lamentablemente) es mucho más vivaz que Cerati ahora. La porteña me mira cada tanto, pero lo mira más a él. Yo soy muy amigo de cuantificar todo, y estoy seguro que con unas cuantas cámaras, los algoritmos idóneos y un par de robots (siempre es bueno tener robots) se podría elaborar un índice de cuánto le gusta alguien a alguien en un fogón según la duración, la intensidad y la intersección de las miradas. Ponele que el chileno se lleva un 80% y yo un magro pero merecido 20.

Ahí es que empieza la lucha, que es interna y externa. Como un candidato colorado en las últimas elecciones, uno sabe que las encuestas tiran para abajo (y es mejor no estar atado a nada) pero darse por vencido no es una opción, al menos no tan pronto. A partir de ahí, cada palabra, cada gesto, la efectividad de cada chiste, cada risa o no (eso: las risas; las risas también son importantes. Hay que agregarlas a la ecuación de las cámaras y los robots y eso) determinan la posibilidad o no de terminar la noche desarmando la carpa desde adentro o sólo (pero no peor) metiendo abracito en una ronda nocturna en la playa.

Esa noche terminé bien, pero dentro de fronteras orientales. Pintó bar y después pintó playa, y después pintó carpa con alguien conocido de algo en Montevideo. Mañana de sol. La gente desayuna, y Cerati pregunta cómo me fue ayer.

-Eh, qué bueno, po. ¡Gol de Uruguay! -dice, seguramente con la equivocada idea de que, como todo uruguayo, tengo el fútbol por actividad preferida y como metáfora preferente para referirlo todo. Yo, claro, ni pregunto cómo le fue. Para qué.

También hay otros cruces, menos angustiantes, menos gol en contra. Una vez me encontré con una pareja de gays argentinos y nos pusimos a charlar. No sé cómo llegamos a hablar del nefasto dibujante Nik, ocioso plagiador de tiras de Quino, Liniers y Fontanarrosa, y descubrimos que uno de ellos tenía un fotolog dedicado a denunciar los plagios y que yo había visitado el sitio pocos días atrás. Casi medio año después nos encontramos con ambos en el Café la diaria, que ahora está vacío, triste, solitario y final. El lugar de algunas de mis mejores noches hoy es espacio para reuniones de mi trabajo. Bueno, no era tan menos angustiante este cruce, después de todo.

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Ahora estoy en medio de las olas marrones y blancas de la playa chica que muere en la laguna. Nada, nado solo. El agua está cálida y rara en un día cálido y raro, que es el último. Me dejo llevar por las corrientes, como si fuera una bolsa más de náilon que el océano arrastra hasta formar un continente monstruoso de plástico en algún lugar del Atlántico. Supongo que aún corre mucho porro por mis venas porque, haciendo la plancha boca abajo, empiezo a sentir que miles de gotitas del mar frío me atacan, como una nube de avispas de hielo. Y ahí es que pasa eso.

Eso. Como cuando Mega Man carga el Mega Buster (dejar apretado el B y soltar), un montón de cosas se empiezan a juntar en el estómago: la incertidumbre por un trabajo nuevo, los eternos problemas con los viejos, las trabas mentales, los traumas de chico, la timidez, las infidelidades, la ansiedad, la incapacidad para levantarse a la porteña, el mes y medio de depresión, el mes de merquero y el otro mes de depresión, todas las bocas que miro pero nunca voy a poder morder, los amigos de la adolescencia que están en otros países aunque esten en éste o en otros, los amores de verano, los humores de otoño en verano, la lucha por la aceptación, la autoestima subterránea, los recuerdos de tiempos mejores en los que todo estaba tan mal... todo se junta en el medio del pecho y explota en un grito ahogado -literalmente, porque es subacuático- que se convierte en burbujas y/o viaja por la superconductividad del agua hasta asustar a un cangrejo ermitaño de la Fosa de las Marianas o sorprender a un cazador de perlas nigeriano que en un camping se enamoró de una checoslovaca que al final se revolcó con el sudafricano. Un grito catártico, liberador, animal, propio de un tiburón si tan sólo fuesen animales un poco más inseguros de sí mismos. "Un grito conectado con la esencia del mar, con el agua que es vida, con las energías", diría, si creyera en esas mierdas.

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"¿Y tú me preguntas qué tiene Valizas?", me tiento a responderle. Ella aún tiene el pelo inacomodable. Pero para parodiar a Bécquer habría que admitir que Bécquer vale la pena. Valizas tiene eso: poesía cursi pero también recuerdos, toneladas de. Irremplazables. De los buenos, de los malos, de los pedorros, de los sin remate y de los que son todo eso junto, y más. Valizas tiene jipis de mierda y tiene amor; tiene un día entero con amigos conversando sobre viajes en el tiempo con creciente ebriedad y decreciente lógica; tiene lágrimas de celos y lágrimas de orgasmos increíbles entre las dunas; tiene viajes a Castillos para buscar pastillas del día después (que igual había en el almacén más cercano pero no nos dimos cuenta) y tiene conversaciones con C en un parador remoto y hoy abandonado que cambiarían mi carrera y mi vida para siempre; tiene fiebre de malestar estomacal y tiene momentos de felicidad falsa, borracha, drogona, pero felicidad al fin.

No puedo transmitir nada de eso, a pesar de todo lo que escribí antes de esto, lo que convierte este post en algo fallado, en un error, en una muestra de la ingenuidad en la que reparó Levrero al detectar que las experiencias luminosas pierden luz cuando uno intenta relatarlas. Sería muy tonto siquiera insistir. En Valizas no hay más energía que las que la física acepta y, metafóricamente, que la que le carguemos a la luz de los chupones ebrios, los noviazgos de boba esperanza y los levantes (de minas y del propio golpeado, golpeadísimo ego), como si fuese una de esas estrellitas fosforescentes que se pegan en los techos de los cuartos y acumulan fotones para devolverlos en la oscuridad. 

En fin: Valizas no tiene nada. No vayan a Valizas.