lunes, 7 de noviembre de 2016

Y comprame una estrella en el bulevar




Y ahí estaban los cuatro. Hechos en un 3D que hoy vemos como berreta, que histeriqueaba con el concepto de la realidad virtual, esa gran mentira de los 90 que vimos derrumbarse. Nos dimos cuenta de que la estrategia (y su peligro) no era trasladarnos a mundos digitales enormes sino hacer los dispositivos de la tecnología de la información sea más chica, más liviana, más portátil, para tenerla siempre cerca.

Entonces, ahí estaban. Cuatro hombres medio en pelotas, monumentos a la heterosexualidad californiana, como recién salidos de un asado ruidoso. Pechos trabados, costillas hundidas, brazos tatuados por agujas con tinta o con heroína. Corrían por toda la ciudad, se metían en lugares, convertían los bordes de los edificios de Hollywood y cualquier otra superficie en una potencial pista de skate, entre íconos de la cultura pop, mormones y piezas de una ciudad que se iba desarmando. Es que se acercaba el año 2000. O sea, el Apocalipsis.

Las copias virtuales no se parecían un carajo a los Red Hot Chilli Peppers de verdad pero, por algún motivo, el videoclip de "Californication" era una parada obligatoria en el zapping, igual que "Do the Evolution", de Pearl Jam. Eran, también, opuestos: el primero era una oda al verano eterno donde van a parar las almas de los surfistas rubios; el segundo, desgarrado y perturbador, parecía salido de las peores pesadillas de una noche de fiebre de un empleado en un matadero. El solo celestial de John Frusciante y el bajo inquieto de Flea versus el grito reseco de un Eddie Vedder que nunca me pude fumar. Años 90. California contra Seattle. Rivales y hermanos.

Se los considera una banda de funk. Es lo primero que dice Wikipedia. Yo los pude ver en el River, Buenos Aires, en 2002, con el disco By the Way (que no me encanta) todavía fresco, y ellos también: vegetarianos, rehabilitados, adictos al yoga y al ejercicio. Sonaron para el culo. Navegando entre las olas de gente sudada llegué hasta las vallas y vi a Frusciante, sentado en el borde del escenario, tocar el arpegio algodonado de "Under the Bridge", un relato de épocas de cuando Anthony Kiedis estaba realmente trasheado, tocando la capa tectónica que hay abajo del fondo del pozo o del puente. Fue el único tema que cantó más o menos bien.

Yo me había ganado una entrada en la radio, en una trivia estúpidamente fácil. Viajé solo por primera vez a Argentina y dormí en la calle, paralelismo involuntario con esa canción. Y ahí, entre argentinos que coreaban todos los riffs y detonados que se desmayaban y que el personal de seguridad llevaba a algún lado siniestro como si fueran fardos, tuve la revelación: lo que más me gusta de esta banda de funk son las baladas. "Porcelain", "Soul to Squeeze", "Emit Remmus", "Road Trippin'", "Scar Tissue", "Slow Cheetah". Y que, más allá del poder que irradian con sus temas más desenfrenados, me gustan sus letras, que parecen fragmentos desconectados de ideas unidos sólo por una obsesión por la rima. Una forma tan válida de componer como cualquier otra.

***

Había que elegir un cuadro, y yo opté por Star Wars. No sólo eran los VHS de la preadolescencia, sino también eventos importantes, precuelas que se hacían esperar y que obligaban a acumular expectativa, nervios y especulaciones. Era cine. Star Trek era otra cosa: Canal 10 todas las tardes, el pelado Jean-Luc Picard, capítulos que uno necesariamente veía salteados. Como todo lo no tan importante, estaba a la mano.

Es en estos tiempos, cuando Star Wars resurge con una película genial. Y es en estos tiempos cuando me dispongo a ver TODO lo que existe de Star Trek. Guiado al principio por la desconfianza, descubro que The Next Generation no está nada mal, que la serie original del '66 no envejeció tanto y que Deep Space Nine es una genialidad, como prácticamente todo lo que toca Ronald D. Moore.

Hay que elegir un cuadro, y yo elijo los dos. Soy un traidor o un indeciso, pero prefiero pensar que soy el elegido, el uruguayo que traerá el balance entre la República Galáctica y la Federación de Planetas Unidos.

***

Ilustración de Juan Pedro Salvo.
juampe.com


"Intentar no. Hacelo. O no. No hay intentos".
Maestro Yoda.

El curso de verano que Yoda le da a Luke Skywalker en Star Wars V: Empire Strikes Back es el comienzo del entrenamiento. Lo de Obi-Wan Kenobi en la primera película, el episodio IV, era más bien una serie de clases de introducción a la Fuerza, historia básica de la Orden, instrucciones para prender y apagar el sable de luz y algunos tests de diagnóstico para saber con qué piso nos estamos manejando.

Es Yoda el que impone la disciplina, la primera prueba (visitar la caverna oscura donde se prefigura la revelación del final de la película), el concepto de que la Fuerza funciona en contacto con las emociones y no como una herramienta racional, como cree Obi-Wan. Es en el planeta pantanoso Dagobah donde Luke se forma en lo físico, pero sobre todo en lo espiritual. Porque, en el fondo, el motor de Star Wars no es tanto la ciencia ficción como el elemento sobrenatural, esotérico. Hay que decirlo: religioso.

Esa es una de las diferencias más grandes entre Star Wars Star Trek, rivales y hermanas. En la segunda, la base es tecnológica, pero hay más. "El espacio, la frontera final" significa la exploración de un universo lleno de posibilidades, de un planeta nuevo o una raza desconocida para descubrir en cada capítulo. Viajar hacia los bordes de lo desconocido como en una road movie por rutas interestelares, o conquistar América en carabelas de metal capaces de navegar a la velocidad de los fotones que inflan las velas.

En la otra cara, "hace mucho, mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana". En Star Wars los horizontes están clausurados, con fronteras bastante rígidas; un escenario conocido en el que la incertidumbre no está en el descubrimiento de cosas externas sino en la puja de fuerzas internas. Hay una galaxia conocida (por eso la traducción al español La guerra de las galaxias está mal, tan mal).

Está bien, existe el outher rim, el borde de la galaxia donde hay planetas como Kamino; existe Tatooine, el mundo desértico donde comienza todo, una tierra de nadie corte western donde el vacío de poder se rellena con contrabandistas y mafias como la de los hutts; hay lugares vírgenes de civilización, como la luna-bosque de Endor, con ewoks incapaces de ejercer una ciudadanía responsable. Pero todo se ubica en el territorio conocido, en un mapa. En Star Trek el mapa se está dibujando todo el tiempo, como en esos juegos de estrategia donde uno va avanzando y convirtiendo en territorios las partes negras del mapa.

JJ Abrams estuvo de los dos lados del mostrador. Después de ser una de las cabezas ejecutivas de Lost, se logró acomodar en Hollywood básicamente como un continuador de linajes cinematográficos pero con ideas frescas: dirigió y escribió Misión imposible III Super 8, un homenaje a las películas de iniciación con toques de ciencia ficción en las que brilló Steven Spielberg. En la tele, su carrera post Lost fue muy tibia: Fringe, Person of Interest, Alcatraz Revolution, ordenadas de mejor a peor.

Con esos antecedentes, el anuncio de que Abrams iba a encargarse del comienzo de la segunda trilogía de Star Wars sonó comprensible por un lado -por su probada experiencia en ciencia ficción, pero también en resurgimientos-, pero raro por otro. Era un tipo que venía de tocar Star Trek. Vaya uno a saber qué microorganismos traía en los dedos.

Está claro que las sospechas estaban justificadas, y también que con el estreno del episodio VII, The Force Awakens, muchos nos tuvimos que tragar nuestras palabras venenosas como si fueran la peor sopa de una cantina mala de Mos Eisley.

***

Pero también había suspicacias otras. La segunda trilogía, de precuelas, había dejado huecos argumentales del tamaño de agujeros negros y heridas hondas en nuestra capacidad geek de amar. En verdad, en esas tres películas hay mucha emoción y belleza: el duelo final entre un imberbe Obi-Wan y su maestro Qui Gon Jinn contra Darth Maul, que le metía todo el estilo con su sable doble es el ejemplo más majestuoso que me viene a la mente, pero también está el desarrollo del magnético Palpatine en el Emperador, la serpiente del relato bíblico que logra moldear de formas aberrantes la supuesta pureza de Anakin, ese mesías sin padre y, por ende, preso de una ecuación edípica imposible de resolver.

***

En los trailers -eso que ya se separó de lo fílmico y pasó a ser obra en sí misma-, se adivinaban referencias, adelantos y tropos de escenas que se linkeaban con la trilogía original. Además, y en un movimiento de gestión inteligente, se mostraba a Harrison Ford y Carrie Fischer en los roles de Han Solo y la Princesa Leia. Mientras, según filtraciones a la prensa y declaraciones de Abrams en las convenciones para frikis se supo que también actuarían Anthony Daniels (el que en las seis películas estuvo adentro de C-3PO, el robot protocolar de modos británicos inspirado en el Hombre de Hojalata de El mago de Oz) y el que llevaba el traje de Chewbacca, cuyo nombre me niego a guglear pero que es el actor que apareció en más películas de la saga entera sin pronunciar ni una sola palabra en inglés.

Si la aparición de Ford y Fischer ya había logrado escalofríos nerd en el mundillo expectante, estos detalles (más la presencia de Mark Hamill como Luke Skywalker) pasaron a ser garantías de que al menos habría una buena materia prima. Por supuesto: Abrams podría arruinar esa materia prima y rompernos el corazón,

Lo que había que hacer era elemental. Que la continuidad fuera a futuro y no hacia el pasado era una garantía para separarse de las precuelas, de su epilepsia cromática, de su ritmo trancado. DE JAR JAR BINKS.

JJ Abrams lo hizo, y lo hizo bien.

***


La serie original de Star Trek es una delicia. Siempre me gustó relacionarme con la idea del futuro que tenía la gente pasada. Si Star Wars es un relato de una galaxia lejana en un tiempo lejano, esto es el futuro: la Federación de Planetas Unidos no es más que una proyección de la ONU hacia un futuro donde los grandes males de la humanidad (guerra, hambre, pandemias) se evaporaron, y sólo queda explorar el espacio exterior. Claro que la guerra aparece, pero con otras razas. Puede que haya artefactos que sinteticen cualquier comida que uno le pida, pero la construcción del otro sigue ahí, latente.

La realidad es que Star Wars permeó la cultura popular mucho más hondo que Star Trek. Casi todo el mundo sabe quién es Han Solo, pero pocos conocen al doctor Leonard McCoy, el tercer personaje en importancia a bordo de la Enterprise. Muchos ubican más o menos el saludo vulcano, pero "que la Fuerza te acompañe" es una frase más conocida que "larga vida y prosperidad", que es el significado de esos dedos de la mano repartidos en tres. Spock, McCoy y el Capitán James Tiberius Kirk son la tríada perfecta. El primero, híbrido entre un humano y un embajador de una raza que suplantó las emociones por la lógica, choca todo el tiempo con McCoy, un médico dedicado y temperamental. Kirk, en el medio, es el líder seductor que respeta a ambos por igual y media entre sus recomendaciones.

El formato de la serie permite hacerlo todo: viajar en el tiempo, encontrar un planeta estancado en los años de los gángsters en Estados Unidos, descubrir una ameba gigante en el espacio, elaborar un capítulo policial en una cantina espacial. The Next Generation, la continuación de los 90, funciona bajo la misma fórmula, pero la amplía: si la misión de la Enterprise original era explorar por cinco años, ahora no tiene límites.

Las reimaginaciones de Abrams, repartidas en tres películas, son un homenaje puro a la serie original. Incluso pueden parecer insípidas si uno no saca las referencias a la serie original, o desconoce el chusmerío por fuera: cuando, en la película tres, Star Trek: Beyond, el público se quejó de la homosexualidad de Hikaru Sulu, piloto de la nave, seguro no sabía que el actor -no voy a guglear su nombre- es un reconocido activista por los derechos LGTB.

***

Entonces, flash forward a la actualidad. Yo y Viñas fumamos porro en la vereda del Fénix. De pronto, la rocola más metalera del mundo deja de escupir guitarras aplanadoras y da paso al arpegio dulce de "Californication". Entre críticas frívolas a la frivolidad californiana, dos frases:

y Alderaan no está tan lejos
es Californication

el espacio será la frontera final
pero está hecho en un sótano de Hollywood


Y ahí hago un click tardío, muy tardío para alguien que estuvo enamorado de los Red Hot, que vivió con Star Wars como saga fundamental y que sabía -por ser más geek que la media- alguna cosa sobre Star Trek. Alderaan, el planeta que explota en A New Hope, y la frase que abre cada presentación de Star Trek. La República y la Federación se unían en esa canción hermosa, en ese video terraja que, a fin de cuentas, también habla de lo que la gente de antes pensaba que iba a ser el futuro del mundo. O el fin.


martes, 27 de septiembre de 2016

Papers, please


Tiré una batería de 9 voltios a la papelera. Decía ser alcalina y, por ende, más cara, así que a los pocos segundos de embocarla en un pase basquetbolístico desde la cama, me arrepentí. Tenía que poder sacarle algo más de jugo a algo que me costó una pequeña y dolorosa fortuna. Entonces me puse a revolver la papelera y me di cuenta de que era como un testimonio de mis últimos días, un conjunto de capas geológicas de las cosas que pensamos que ya no nos sirven, ordenadas con lo más viejo en el núcleo y lo más nuevo en la epidermis. Y a medida que vas excavando, descubrís porquerías que también son recuerdos: esa caja vacía de pastillas que se me terminó y después compré de nuevo; esa primera cuerda que rompí el otro día por querer sacarle ruido a la guitarra folk como si fuera una eléctrica; aquél ticket del Frogg que testifica que compré cosas que ya me comí; papeles de aquella noche de esas en las que no toca dormir y donde escribí cosas que enseguida me parecieron horribles; la caja de Marlboro de aquella época del mes en la que me quedan suficientes fondos para no pasarme al tabaco. Y encontré la estafa de 9 voltios -que estaba totalmente seca de energía-, pero también me di cuenta de que mi papelera es una forma de registro histórico de mis días recientes. Y de que tengo que vaciarla más seguido.

domingo, 28 de agosto de 2016

No te vayas nunca, Bonomi

1.
Yo atravesaba esa edad de mierda en la que uno muta de niño a algo aún peor. Las hormonas se licuaban y estallaban como supernovas. Las nenas, de última, podían marcar con sangre el momento del cambio, pero lo nuestro era incomprensible y lento. Entender el liceo, además, era admitir que las maestras nos habían estafado, porque había mucho más allá del horizonte de moñas y túnicas no siempre blancas. Había que empezar a usar desodorante y afeitadora, había que hablar de coger, había una profesora para cada tema. La clase se convulsionaba cuando la profe decía "pene" o "vagina"; la madurez que nos gustaba fingir tenía sus baches.

Fue la de biología, una señora de rulos negros como un problema, la que nos condenó a hacer un modelo grande de una célula cortada al medio. Habíamos armado un grupo de marginales (en verdad, los que no se sumaban a cazar de punto a resto eran cazados de punto, como en una cárcel matutina). Cada uno llevaría una cosa. Pedazos de cable para las mitocondrias, media pelota de ping pong para el núcleo, gelatina sin sabor para el citoplasma. Ésa me había tocado a mí. El lugar era la casa de Capalbo (nos acostumbramos a llamarnos por los apellidos o algo así: yo era "el delos"), en Solymar, que para mí eran tierras lejanas como las partes blancas del mapa de Colón. Canelones, la frontera final.

Iba caminando al Devoto. Recuerdo mi mochila y, no sé por qué, el detalle de que cargaba un buzo de material sintético sobre los brazos cruzados, como protegiéndolo. Aunque no tenía lentes (cinco años más tarde me enteraría de mi astigmatismo y de que los bordes de las cosas eran tan definidos), debo haber emitido la suficiente aura de ñoño.

Uno de los dos guachos que caminaban en dirección contraria le hizo una seña al otro. "A éste", le escuché tramar. Y ahí se me acercaron como gavilanes. En mi memoria, eran dos pibes marrones, de piel y de ropas. Capaz porque eran tiempos más marrones que negros: la pasta base aún no se había extendido, no había un término para que la clase media aplicara a los planchas, decíamos "cante" en vez de asentamiento. Nos robaban mochilas con cosas poco importantes, como relojes, los escasos billetes que llevábamos en edades que aún no ameritaban billetera, los championes y las bicicletas. (Recuerdo a un compañero de clase, en pleno recreo, revolviendo las mochilas una por una. "Nadie tiene nada de valor en esta clase", se quejó mientras revisaba, sin éxito, la mía. Nunca le dije nada, ni a él ni a nadie).

Entonces se me acercaron los dos marrones.

-Pará. Danos todo porque te matamos.

Yo me resistí, obvio. Tenía plata justa para la gelatina y el boleto interdepartamental; creo que nada más era de valor. Pero no quería que me robaran.

Caminé para atrás, mientras me iban acorralando contra la nada. Yo aún sostenía el buzo de manera extravagante.

-La plata o la vida.
-¡No, por favor! -les lloré.
-Dale, que si no te la damos.

Gastamos varios minutos en ese diálogo. Yo miraba con súplica a todos los autos que pasaban. Ninguno paró.

-Andá hasta casa y traé el chumbo -dijo el más alto. Mi mente inocente imaginaba que traerían una bala para golpear contra el piso y matarme, no un arma. El argot de los chorros todavía no había impregnado nuestras clases medias. Apenas sabíamos de la existencia de valor. El más bajo amagó con irse, mientras yo pensaba en células, gelatinas y mi muerte joven. Cuando la cosa estaba por llegar a un forcejeo, se acercó una señora con un bebé metido en un cochecito.

-Déjenlo en paz -reclamó la justiciera.
-No se meta, doña.
-Mirá que esta es la que siempre nos da comida -susurró el más bajo.

Mientras dudaban, corrí. Corrí y corrí. Las lágrimas llovían. Me metí en el supermercado. Compré la puta gelatina llorando frente a las cajeras y el encargado. Todos me miraban y nadie preguntó nada. Salí a la parada con miedo. Nunca los volví a ver.

Llegué al remoto Solymar tarde y con la historia de algo corto que para mí había durado demasiado tiempo.

-¿Por qué no corriste cuando se te acercaron, bobo? -me preguntó el dueño de la casa, mientras preparaba el citoplasma.

-Mirá que estos negros corren y corren -dijo Martínez.

Martínez era negro.

(Delito: intento de rapiña y primer trauma callejero.)

***
2.
Yo trabajaba en un cibercafé a cambio de algo así como la cuarta parte del salario mínimo. Tendría unos 18 años. Esa instalación larga llena de computadoras y coronada, al fondo, por dos cabinas para llamadas internacionales era el primer trabajo en el que no tenía a mi padre como jefe. Conocí coreanos recién bajados de los pesqueros que querían comunicarse con sus familias y que casi no podían comunicarse conmigo. Conocí, muy tarde, las maravillas de un internet que en mi casa no había. Conocí gordos pajeros que pedían las máquinas del fondo, miraban porno mientras se acariciaban la pija por encima del pantalón y finalmente se metían en el baño por mucho rato. Conocí madres que skypeaban a los gritos con los hijos que se les habían ido al primer mundo para escapar de la crisis. Conocí una mina preciosa que tuvo un ataque de epilepsia. Traté de correrle la lengua para el costado y me mordió hasta hacer sangrar los dos dedos preferidos. Después se despertó. No le cobré.

Una vez, uno de pelo largo me pagó de menos. Era algo común, con ayuda de mis problemas para hacer sumas y restas simples. Pero éste tenía madera de estafador, y me sostuvo el billete unos segundos, antes de arrepentirse para buscar cambio. Con el tacto del papel en mis huellas dactilares, lo escuché esperar el cambio.

-Pero no me pagaste.
-¿Cómo que no? Te dí el billete.

Yo dudé, mientras las viejas empezaban a murmurar descontento ante la demora.

-No, no me lo diste.
-Bueno, valor, si querés llamamos a la Policía y que me revisen.

Ante el complejo trámite burocrático, le di el cambio y seguí atendiendo a las viejas Skype.

Ese día la caja cerró con un déficit que descontaron de mi sueldo descremado.

(Delito: estafa simplona e implantación de paranoia cada vez que cobraba.)


***
3.
Mismo cibercafé. Mismo año. Entró un tipo con gorra blanca y me plantó un cuchillo de carne sobre el escritorio.

-Dame la plata porque te mato.
-Pero mirá que las cámaras ésas [de las computadoras] están prendidas y graban todo.
-Mentira. Dame la plata porque te mato.

Era mentira, claro.

Con manos que temblaban, abrí la caja y empecé a juntar monedas.

-Eso no, pibe. Dame lo grande, dale -ordenó, mientras miraba para afuera, perseguido.

Le di los billetes, que arrugó en su bolsillo, y se fue. Ahí empezó a crisis de pánico, ante la inacción de la gente que chateaba o miraba porno.

Ese día cerré el ciber temprano y no dejé que me descontaran nada. Qué también.

(Delito: rapiña y primer ataque de pánico, algo raro que se haría costumbre con los años.)

***
4.
Navidad. No recuerdo época, pero sí que Stirling era el pobre ministro del Interior que tuvo que prepararse para las hordas que bajaban del cerro y saqueaban todo a su paso como orcos. Terminó siendo una leyenda urbana que se sumó a la del Negro Rada que se levantó indignado de la mesa de Mirtha Legrand y el mito de la muchacha que cayó en la emergencia de un hospital con medio pancho adentro.

El habitante de la casa de al lado, a la derecha, era un señor llamado Orlando. Ex bombero, pelirrojo en los pelos que le quedaban, viudo. Antes de la muerte de su mujer, Olga, entrar en su casa era una experiencia barroca: la iluminación baja, el empapelado verde aceituna, las tazas de porcelana, los gatos omnipresentes, la pileta gris de lavar ropa, los cubiertos de plata adornados, el horno siempre sacando tortas para vecinos y nietos. Cuando murió Olga, una sombra tomó la casa y el terreno. Las enredaderas cubrieron la pileta de lavar y algunas paredes. Las salidas de Orlando a mundo exterior eran infrecuentes. El pasto y las hierbas del fondo crecían sin control en una anarquía vegetal. Cada tanto, como changa, yo cortaba esa maleza casi amazónica como podía, con una azada, una tijera y una máquina de cortar pasto que se trancaba y sobrecalentaba ante tanto y tan duro pasto. Una vez encontré una serpiente, que probablemente fuera una vívora aumentada por la lupa del miedo.

Nos separaba del terreno de Orlando una valla simbólica: tres alambres con medio metro de separación que atravesaban tres pilares mohosos y clavados sin mucha dedicación. Esa navidad, mi madre se puso a gritar. Salí del cuarto y vi a un pibe que tiraba la bicicleta para el campo de Orlando, pasaba entre los alambres y se disponía a salir por la casa del vecino, que tenía apenas un murito en la entrada; nada que ver con nuestro portón de hierro y nuestros pilares de dos metros de altura.

El chorro tuvo la mala suerte de que justo estuviera llegando mi padre.

Se bajó del auto, interceptó al pibe y, no vi cómo, lo bajó de la bici que ya había abordado.

-¡Tirate al piso! -le ordenaba, mientras intentaba trancarle las piernas. Yo intenté ayudar, pero el pibe estaba firme como un soldado de plomo.

-¡Soy menor, señor! -intentaba convencernos. Al final, cedió, y mi padre lo redujo al piso. Yo le pegué una patada de garrón. En sus brazos había heridas y  machucones.

Todo eran gritos. Mi padre le pidió a mi hermana una manguera para atarlo, y ella entendió que era para mojarlo. A mí me dijo que trajera el revólver de casa, uno que no existía, y le contesté que si lo matábamos íbamos a tener problemas. Fue una buena respuesta, aunque mi padre no dudó en condenarla cuando todo había pasado.

Al final llegó la Policía. Lo esposaron y lo tiraron en una camioneta, mientras  un oficial nos decía que no, que no era menor y que tenía ya varias entradas. Recuerdo que el pibe gritaba demasiado y que, cuando reclamó la gorra que se le había caído, un policía dijo "ay, pobre" y la revoleó hacia la mitad de la calle.

Se lo llevaron. Madre me mandó a la ducha con mi ropa llena de sangre. Me acuerdo de los chorros rojos diluidos en agua que corrían, pero no pude lavar la culpa de la patada de garrón, Pasaron 16 años y todavía no la pude sacar del pozo de las cosas que hice y que no estuvieron bien.

(Delito: intento de hurto y una traición de mi parte.)


***
5.
Flashback. Mucho antes, cuando vivíamos en una casa pobre de paredes de yeso. Había un galpón lleno de porquerías y cuerdas con ropa. Prácticamente todas las noches desaparecían cosas de ambos lados. Era una época previa a los alambres de púa y los cables de alta tensión en el límite entre las casas. Era fácil despertarse con ruidos de gente correteando por el fondo. Una vez, desde una de las ventanas, vimos a dos chorros atravesando todo el terreno y trepando al unísono el murito, para escapar de una sirena que sonaba en la calle de atrás. Teníamos un galpón sin puertas lleno de porquerías, que cada tanto desaparecían.

Mi viejo, harto de los robos, se quedó toda la noche despierto en nuestro cuarto, con una chumbera que apuntaba al fondo, semiarrodillado entre osos de peluche y cuadernos. Mi madre opinó que era una locura. Él combatía el sueño con un termo incansable. Como si hubieran sabido, no aparecieron.

Un tiempo más tarde nos tocó descubrir algunas ropas destrozadas en la cuerda. Pero este misterio fue fácil: era un caballo que se metía en el terreno y masticaba nuestras remeras y pantalones.

(Delito: hurtos varios y una imagen de padre-francotirador difícil de borrar.)

***

6.
Hace unos años, cuando la oposición ya había viralizado el renunciá, Bonomi. Veníamos de una velada con mi padre, un amigo de él, su hijo, mi novia y yo. Fue una cena agradable, o sea, inusual. Esa noche, cuando dos invitados se estaban yendo, un auto paró de golpe. Bajaron cuatro hombres armados y se llevaron el auto que había estacionado. Quisieron entrar mi casa, pero el portón estaba cerrado. "¡Abrí!", le ordenaron a nuestro invitado, arrodillado y con un cañón en su cabeza y otro en la de su hijo. No tenía forma de abrir. Le pegaron un culatazo. Yo estaba mirando por el ventanal del living, impotente ante la espera del 911. Cuando vieron el brillo del celular, uno dijo "vámonos que ya llamaron". Y se fueron.

(Delito: intento de copamiento, paranoia ante cada ruido de la calle y una pregunta negra: ¿qué habría pasado si entraban?)

***

7.
Fue una mancha que se derramó este año sobre Buenos Aires, esa ciudad que aún no entiendo bien. Y ahora menos. Dos motochorros pararon en una calle lateral a la 9 de Julio. Uno me pegó y me robó una mochila llena de cosas valiosas, mías y ajenas. Me quedaron la billetera con los documentos y la plata, más el peor ataque de pánico de mi vida. La cercanía en el tiempo y en mi memoria es tan corta que más de un párrafo me haría daño. Por suerte, Jenny y Canalda me salvaron la cabeza: la primera desde allá y la segunda desde acá. No sé qué sería de todo sin gente de oro como ellas.

(Delito: rapiña consumada, recuerdo del hecho al menos una vez por día y un chichón en la frente que a los pocos días dejó de doler, aunque todavía duele.)

lunes, 22 de agosto de 2016

Depresión bailable (breve y sesgada autobiografía musical + bonus track)

Juan Peirano & las cajeras del Multiahorro tocando en el Tundra, el 16/06/2016.
Foto de no sé quién.

Antes de escribir, quise ser músico. A los 15 me compré una guitarra eléctrica Squier Stratocaster negra y blanca, y vagabundeé por bandas y proyectos con distintos grados de aberración.

Zona Restringida tenía un logo simpático, pero era lo único rescatable; dos guitarras, muchas canciones y la medida justa de ese espíritu adolescente que hace que la música sea horrible y disfrutable. Una vez intentamos anexar a un tecladista con aires de líder que le resultó demasiado infumable para mi infumable y púber ego que componía canciones que se contradecían entre alegatos contra la guerra y un odio vomitivo y punk hacia mis compañeros de clase que iban a bailar y andaban en moto en vez de escuchar a Dolina y acercarse a un libro, aunque fuera uno malo.

Después vino Fermento Espontáneo. Yo tenía 19 años y un talento para la guitarra que con los años intenté disimular. Las canciones eran un poco más complejas. O sea, eran simples. Una desgracia informática logró que las grabaciones de esa época, por suerte, se perdieran. Tocábamos sólo para amigos que nos dedicaban aplausos sinceros y poco criteriosos.

En el medio fui guitarrista de una banda que no me convencía del todo, de la que me fui como tres veces por distintas peleas con la misma persona. Nos estafaron en boliches de mierda, tocamos en 18 de Julio ante más de mil personas y a favor del plebiscito amargo que no logró anular la Ley de Caducidad. De haber superado los conflictos, pude haber teloneado a Paul McCartney. Creo que mejor así.

***

Después fui bajista de un grupo. Me ahorro los comentarios.

Lo que me guardo una postal, un breve archivo .GIF. Yo toco el bajo en un acústico que armamos en el Gallo Rojo (QEPD), hoy convertido en un restorán de sushi y luces estroboscópicas (el Gallo, ese lugar inundado de magia negra que ameritaría un texto que nunca me voy a atrever a escribir). En primera fila, acodado en una mesa sucia con su vaso largo de tónica con limón, está Marcelo Jelen, una de esas mentes irrepetibles, un ojo atento a lo que hacíamos los relativamente jóvenes en el terreno de las letras, un enorme columnista. Un incipiente amigo. Mientras hacemos sonar una versión de "Panic", de The Smiths (tan berreta que podría haber ameritado que Morrissey y Jonny Marr se juntaran para apalearnos con nuestros propios instrumentos hasta hacer más rojo el piso del Gallo) llega el estribillo. Me gusta traducir el inglés al rioplatense, así que en la coda final cantamos "cuelguen al DJ".

Me quedo con la medialuna negra del bigote de Jelen coreando a los gritos. Me quedo con las clases de periodismo que nos disimuló entre vasos y mostradores marcados con círculos de alcohol y vidrio. Me quedo con los halagos, tan importantes para un pendejo inseguro de lo que teclea para un gran medio. Me quedo con todo ese cuadro de pinceladas nostálgicas cada vez que escucho esa grabación de 1986 que reclama que maten al que pone discos que no tienen nada que ver con mi vida. 

Al final, la música es eso: una forma de quedarnos con otras cosas. Las que ya no suenan.

***

2015-2016. Yo ya soy otra cosa.

El año pasado empecé a encarar por iniciativa del genio comprendido Juan Peirano, retorcida cabeza detrás de Comunismo Internacional y de 800 proyectos más, con una hiperactividad poco habitual en lo que algunos llaman el under local y que para mí es el nivel del mar. Primero armé en una noche de insomnio la canción "Mostaza" para el compilado homenaje a la joya fílmica Acto de violencia en una joven periodista; la letra está inspirada en una escena de la película, imprescindible para captar por dónde va el tema pero también para considerarse uruguayo.

El año pasado, navegando los altibajos de la vagancia y la autoestima, empecé a grabar seis canciones para colgar en internet. Cinco son mías en letra y música, y una, "Supermercado Roberto", es de Juan. El conjunto se va a llamar Depresión bailable, y los títulos (sin orden) son:

22b
Dominical
Coso
Levemente chetos
No da

Estamos en plan de mezcla. Mi plan es que salga en un mes, dos, tres. Grabé voces, ukelele, guitarras, teclados, percusiones. Nadia Bukowski endulzó con coros y Peirano también, pero además me empujó a través de mis propios obstáculos y autosabotajes. Además, este año empecé a acompañarlo en su faceta solista, como tecladista de Juan Peirano & las cajeras del Multiahorro. Para él, gracias totales.

El nombre del grupo es Amigos de la Policía. Los que me conocen o vieron mi única presentación en vivo entenderán el chiste por dos. Es probable que nunca toque de nuevo ante personas. A modo de maqueta, mucho más simple que la versión final (que tiene mil instrumentos e incluso una sesión de palmas), está colgado este tema, "No da". Está mal cantado, pero la letra -que copio acá abajo, junto con el audio- me convence lo suficiente como para no avergonzarme.

Porque al final, la música para mí es eso: una forma de escribir.





el cielo es de hormigón
el mar vomita náilon
sobre la arena gris
con peces encallados

ecualizados mal
los celulares planchas
derraman reguetón
y ruidos por la rambla

la vieja que sacó
a un perro con remera
esquiva a un corredor
que venía en cualquiera

medusas de ciudad
las bolsas voladoras
te quieren atacar

salgamos a pasear
la rambla está tan fea que no da
para perdérsela

miranos fracasar
con tanto estilo y personalidad
tan lentamente
que no se va a notar

las toses de gasoil
el asma de las motos
tatuajes de pared
contenedores rotos

me hablás de un temporal
de un paro de transporte
y todo me da igual

miércoles, 10 de agosto de 2016

31 años/31 confesiones de escaso interés general


Si es cuestión de confesar:

1. Di mi primer beso a los 16. Cogí a los 17. Acabé por primera vez cogiendo casi a los 18. Garché, lo que se dice garchar, por primera vez a eso de los 22.

2. [Edité esta confesión porque era bastante mentira, salvo lo de mi timidez y mi incapacidad para bailar.]

3. Tuve una relación a distancia, o algo así, y descubrí que del amor al odio también puede haber decenas de kilómetros.

4. Una vez, una novia me dijo que sus amigos siempre iban a estar en primer lugar. Estuve enojado durante un par de años hasta que descubrí que los amigos son todo. Que mis amigos son todo.

5. Creo que no nos merecemos la capacidad de enamorarnos más de una vez en la vida.

6. Yo ya me la gasté.

7. Placeres que otros considerarían culposos pero yo no, y que curto sin distanciamiento irónico (tampoco van a encontrar ni una ironía acá): Shakira, Buffy, la cazavampiros, Los Auténticos Decadentes, Gilda, Dani Umpi, haber visto abundante de Chiquititas (la excusa: "mi hermana menor lo mira"), las entrevistas a Ricardo Iorio.

8. Tengo una pesadilla horrible y traumática que me invade al menos una noche por semana y me arruina el humor del día. 1/3 del punto 22 tiene que ver con eso.

9. No entiendo de fútbol, pero nada. Apenas sé algunas reglas. Me enteré de qué era un orsai cuando una ex novia me lo explicó, un día hablando sobre la revista Orsai. No me vibró ni una célula cuando Uruguay salió cuarto en un mundial que no sé ni de qué año fue.

10. Soy depresivo. No hablo de ser emo ni tener un ánimo para abajo, sino de una enfermedad. Un diagnóstico clínico que se aplaca -un poco- con pastis. A veces con muchas. Uno de sus síntomas mas heavy es el insomnio. En esta cabecita hay problemas peores, que no serán reseñados.

11. Pasti. Qué droga rica y casi libre de consecuencias negativas. En mis 31 años he probado todas las drogas que tuve a mi alcance, excepto la pasta base. Una vez, sentado en una vereda con mis peores ropas, me acercaron una pipa improvisada en un inhalador como el que uso para pelear contra el asma, pero el olor de la pasta me mató y no pude chasquear el encendedor. Adoro los estados alterados de la falopa.

12. Pasti II. Tres veces tuve que ir a comprar pastillas del día después. Obviamente, las tres veces fui lo más rápido que pude y no esperé a que llegara el día después. Me tomaba muy en serio eso de que cuantos más segundos antes la tomara la piba en cuestión, la efectividad sería mayor. Una vez, ante un incidente de carpa en Valizas, tuve que irme volando a Castillos, en busca de una farmacia. Al otro día fui a hacer compras al almacén de Valizas y vi que tenían de esas pastis. Me quería matar. Y sí: esa gente piensa en todo.

13. La sola idea de tener hijos me genera un terror indescriptible. Más de una pareja se me ha cancelado por eso. La idea de que otra gente tenga hijos apenas me genera miedo.

14. Tuve y tengo muchos vicios. Tuve una adicción.

15. Empecé a fumar a los 16. Dejé y volví como seis veces. De pendejo escondía la caja adentro de mi amplificador de guitarra, que abría y cerraba poniendo y sacando los tornillos, y que pegaba a una de las paredes internas con cinta aisladora (ver punto 28). Mi primera pitada fue un Nevada, comprado con vergüenza y plata justa en un quiosco que elegí muy lejos de casa. Pedí fuego a una pareja que pasaba por Avenida Italia y tosí todo el camino a la casa de un amigo. Antes de llegar, me pasé la lengua por los dientes para sacarme el olor a tabaco, nicotina y otras porquerías quemadas. Nadie se dio cuenta; nuestro gusto, olfato y el resto de los sentidos se iban alterando a lo largo de la madrugada, a medida que iban bajando las cajas de Santa Teresa Frutal. Varias veces -de esa época sub 20 y de otras supra 20- me empedé hasta vomitar sangre. Nunca consulté a un médico por eso. Mi hipocondría es selectiva.

16. A veces siento culpa sin haber hecho nada malo. A veces me la genera la idea de pensar que otro piensa que estoy haciendo cosas malas.

17. Necesito muchas cosas. Una de ellas es, siempre, un bar que oficie de segundo hogar. Los últimos, en orden: el Gallo Rojo (que cerró), el Fénix (que cambió de dueño y de espíritu) y el actual, el Clash (no relacionado, de verdad [tampoco hay mentiras en esta lista], con el punto 14). Una de las claves de un buen bar es que esté mal (poco) iluminado.

18. Tengo problemas complicados en temas básicos. No puedo hacer cuentas matemáticas simplísimas. Me cuesta diferenciar la izquierda de la derecha (refiérome a orientaciones físicas, no políticas). Tengo que pensar un rato para poder decir en qué orden se suceden las estaciones. Sólo sé que me gusta el otoño.

19. Y a pesar de eso, soy friolento y no puedo estar mucho tiempo quieto sin que se me duerman partes del cuerpo que deberían estar despiertas. No sé si tiene algo que ver con eso mi tic de hacer vibrar la pierna -emm- derecha que tanto perturba a los compañeros de trabajo que sufren mi cercanía y ven temblar los monitores de sus computadoras.

20. Puede que sea un poco hipocondríaco. Nada que ver con los puntos 10, 14 y 19.

21. Además, pequeñas neurosis. Intento que todo caiga en el número 5 o sus múltiplos: casilleros en el supermercado, páginas en las que me detengo cuando me rindo en una googleada. No puedo gritar. Jamás pude piropear a una desconocida. Me desagradan un poco los nombres -y odio el mío con saña egófoba- así que para dirigirme a las personas uso apodos, diminutivos o apellidos o vocativos inespecíficos (bo, que va con be, o che). No puedo dormir si hay luz o ruido. Tampoco si la puerta del cuarto está cerrada sin llave. Me aterroriza la idea de manejar un auto, e incluso me pone nervioso estar del lado del acompañante. Las faltas de ortografía me queman las retinas. Me molesta y me avergüenza mucho hablar por teléfono. Y todo así.

22. Mis tres tatuajes son totalmente cultura geek en su superficie epidérmica, pero en el fondo, donde la tinta dejó su quemadura para siempre en la piel, tienen significados personalísimos y capaz hasta espirituales.

23. Soy agnóstico, y creo que es una de las dos formas inteligentes de pensar a las deidades. La otra válida es ser religioso radical. El ateísmo es para la gilada.

24. Mi cumpleaños me deprime. Mi último festejo fue hace 15 años. Una fiesta sorpresa que odié sólo por ser tal, y encima una persona me lo arruinó.

25. Si es que hay algo como un lector de este blog, ya lo debe saber: vengo de una familia de clase obrera. Padre carpintero, profesión que sube hasta lo más alto en el árbol genealógico. Madre modista y cocinera. Abuela negra, con un pasado de conventillo montevideano. Soy el primero de mi linaje en pisar una universidad -a pesar de no haber terminado ninguna carrera- y en dedicarse a un área intelectual.

26. Que ver con el punto anterior: de chico fui pobre. No hablo de marginalidad, sino de clase media-baja. Posta. Crecí hacinado en un cuarto de tres metros por dos, ocupados por una cucheta compartida con mi hermana y enfrentado a la cuna de mi hermano diez años más chico. La casa tenía paredes de yeso y el techo era de chapa, lleno de constelaciones de agujeros que la lluvia convertía en goteras. El piso era de una moquet con bordes eternamente despegados. Pasé mucho frío -tener en cuenta el punto 19- y muchas más privaciones. El baño de mi casa era tan feo que un día de niñez hice que un compañero de escuela meara entre los aloes para que no entrara y viera ese rectángulo de ducha al lado del water, sin bidet, azulejos partidos, caños herrumbrados y botiquín sin puertitas, que exhibía las entrañas medicinales de mi familia. Durante la crisis de 2002, mi familia decidió irse a probar mala suerte a Estados Unidos. Me despedí de mis amigos con palabras entrecortadas y lágrimas ácidas, pero al final mis padres decretaron que mejor nos íbamos a quedar en Uruguay, aunque la pasáramos mal. Nuestro auto estaba hecho mierda. Nuestro ánimo también.

27. Hago frecuentemente lo que no quiero que me hagan a mí. Me es fácil aceptar defectos propios y odiarme, y muy difícil aceptar los ajenos, dos cosas que me propongo cambiar. Todo que ver con los puntos 22 y 24.

28. Me hicieron y me hice mucho mal. Me volvieron y me volví desconfiado 360 grados. Soy totalmente paranoide. Lo siento.

29. Y para ser más franco, nadie piensa en vos como lo hago yo. Aunque te dé lo mismo. 

30. Obvio que la mayoría de las cosas jugosas quedaron afuera de esta lista.

31. No voy a confesar ninguna de ellas cuando cumpla 32.

lunes, 1 de agosto de 2016

Borges GPS: disgustos, corazones quebrados y calaveras

Borges en 1969 en L'Hôtel en im hotel situado en la calle rue des Beaux Arts,
en 
París (fotografía de Pepe Fernández). Dominio público.

(Dedicado a Álvez, que saturaría de gratuitas calaveras 
la cuadra de mi casa.)


Hay una ciudad que se llama Montevideo. En el barrio Centro, que no está al centro, hay una esquina. Arriba, un techito protege a la gente que espera (porque es una esquina de esperar) del sol y de la lluvia. En esa esquina hubo una noche de llovizna y de cosas torrenciales. Bajo ese techito alguien tan mojado como yo me convenció, en pleno ataque de pánico, de que no me iba a morir.

Esa esquina queda a cuatro cuadras de mi trabajo. Hay un comercio que antes no estaba. Esperar que la luz roja se apague y se prenda la verde para pisar esa vereda no es como cruzar cualquier calle. Si pudiera lamer mis memorias, ésta tendría un sabor picante, que lastima la lengua, pero que deja un retrogusto amigable. Un momento de jengibre. Bajo el techo en la calle del barrio de la ciudad me quedó una marca. Una cicatriz, que no es otra cosa que un tatuaje involuntario.

***

¿Hay algo más trillado en el mundillo de las letras que arrancar un texto citando a Borges? Sí, dos cosas: citar la aberración poética que se le atribuyó con impunidad viral sobre tomar helados con María Kodama y andar descalzo por las calesitas (una confusión que sólo puede asaltar a alguien que nunca leyó o siquiera inhaló de las hojas de uno de sus libros) o tomar versos de su soneto "Buenos Aires", en particular los dos versos finales, tan fáciles de gatillar como un estribillo:

Y la ciudad, ahora, es como un plano 
de mis humillaciones y fracasos; 
desde esa puerta he visto los ocasos 
y ante ese mármol he aguardado en vano. 

Aquí el incierto ayer y el hoy distinto 
me han deparado los comunes casos 
de toda suerte humana; aquí mis pasos 
tejen su incalculable laberinto. 

Aquí la tarde cenicienta espera 
el fruto que le debe la mañana; 
aquí mi sombra en la no menos vana 

sombra final se perderá, ligera. 
no nos une el amor sino el espanto; 
será por eso que la quiero tanto.

Para los alérgicos a los contextos, esas dos últimas líneas se pueden interpretar en clave de confesión romántica-sado, en eso de que del amor al odio hay un sólo paso. Pero es un error, no mucho peor que confundir al narrador de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" con el encorvado ciego que veía en amarillo, y poner en boca o pluma o máquina de escribir de asistente de Borges la frase "los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres". Un poco de Google, señores. No cuesta nada enterarse de que Borges no habla de un amor hacia una mujer, sino hacia su ciudad.

Pero basta de Borges. Hablemos de mí, que no soy ciego pero sufro de miopía y astigmatismo en grados no preocupantes y que, más que encorvado, no puedo quedarme mucho rato en una misma postura (mi circulación no circula bien), que no tengo japonesa -aunque china sería el vocablo adecuado dentro de nuestra gauchesca que tanto lo cautivaba- para que  me cebe mate. Y que no soy escritor.

***

Siempre me gustó la idea de Mathias sobre un salmón punk que decide ir a favor de la corriente. No hay nada menos inteligente que alejarse de los fenómenos masivos, por lo menos para saber de qué se tratan y poder discernir por qué motivos no están buenos o, cada tanto, llevarse sorpresas que están buenas. Pero, más importante: estudiar de cerca una verdadera pasión de multitudes; pasión, esa palabra que se parece a paz -dos palabras que descienden en el árbol etimológico del latín- pero que describe una capacidad de obsesión, creación y erudición (¿cómo se le puede llamar, si no, a un viejo que recuerda con exactitud la formación de Liverpool en cualquier año de la década de los 50?). Como dice el personaje de Francella en El secreto de sus ojos (que a mí, a favor de la corriente, me gustó): “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión. Pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión”.

Nunca voy a ser militar. Nunca voy a trozar -voluntariamente- un cadáver en la morgue de Facultad de Medicina. Nunca voy a salir a dispararles a animales por hobbie. Nunca voy a ganarme ninguna medalla por administrar mi adrenalina en ningún deporte. Nunca voy a tener hijos. Nunca voy a ser líder de nada. Algunas personas me dicen que nunca diga nunca, y yo respondo que nunca me van a gustar las frases hechas.

Pero tuve charlas con personas que sí sentían pasión por mis cosas que nunca, y aprendí datos -meterlos en mi cabeza, hacerlos centrifugar con los que ya tenía, es una de mis actividades preferidas-, encontré coincidencias en algunos casos y en otros descubrí formas nuevas de desagrado hacia mi interlocutor. También conocí la dureza de las barreras que nos separan de los otros, como en el caso de los futboleros ortodoxos. Pueden parar de trabajar para ver un partido, pero yo no cuando quiera ver un capítulo de una serie. Se mandan spoilers pero sólo prefieren ver los partidos en vivo. Se burlan de los que hacen cosplay pero salen de sus casas con imitaciones de camisetas de futbolistas.

Esos fenómenos, como el fútbol y Star Wars, son magnetos que atraen la atención de muchísima gente y las hace vibrar al mismo tiempo por las mismas cosas, como si un rayo cósmico irradiara a miles o millones de personas en todo el planeta al mismo tiempo. Justin Bieber es el flautista de Hamelin posmoderno; vale la pena escucharlo, por lo menos para ver si somos ratones o no.

Así que sí, voy a citar este poema tan trillado. Prometo recompensar.

***
-¿No te da cosa hacerte tatuajes, que te quedan para siempre? -me preguntó una vez una compañera de trabajo.

-Hay muchas cosas que si pudiera borraría antes que un tatuaje.

-¿Y si te arrepentís de haberte hecho uno?

-Vos tenés dos hijos. ¿Y si te arrepentís? -contesté.

-No podés comparar.

Y claro que no puedo comparar, le podría haber contestado. Una persona es más peligrosa que un dibujo hecho a pinchazos de tinta. Tu hijo podría ser el próximo Hitler, pero el Sandman que tengo grabado en el hombro no podría invadir Polonia. Nunca.

***

Dos de mis canciones preferidas de Uruguay son "Quince abriles", de Jaime Roos, y "Yo quería ser como vos", de Fernando Cabrera.

La primera habla sobre la angustia de no formar parte de una masa que tira pasos bajo el cotillón y la espuma ("otro cumpleaños que miraba de reojo / sin saber bailar"). Estoy seguro que se lo dedicó a mi adolescencia, a pesar de que nací tres años después de 1982, cuando se publicara el discazo Siempre son las cuatro. Bailar, otra pasión que me cuesta compartir o que quisiera haber entendido en mis épocas de pendejo, cuando me fui de todas esas fiestas sin haber sentido en la mano el calor de la cintura de la quinceañera, la textura de su vestido que recuerdo siempre blanco, aunque no fuera blanco.

(De esta versión de la canción, la original, rescato la sílabas que pisan el borde de los compases, el aura loser ochentosa y la coda eterna, cuando la canción se pica con batería sólida y se endulza con las voces de Mariana Ingold y Estela Magnone, un tramo que su autor describió alguna vez como "un coro de ángeles").




En el tema de Cabrera, el pretérito imperfecto del quería ser en el título habla de una resignación. Yo quería, pero ya es tarde. El opuesto al discurso del "soy como soy; me toman o me dejan" que predomina tanto en el rock megalomaníaco como en Thalía. El autor, sobre un arpegio en un la mayor con intervalos engañosos, confiesa envidia dolida por ser incapaz de alcanzar logros en varios rubros: tener una novia tan alta, ser el que toca la guitarra en la siesta, saber contentar a los viejos. 

(De esta versión me llevo la voz más nasal y la guitarra pop, más regular que las experimentaciones que ya se detectan en Ciudad del Plata y que marcaron su carrera futura).


Cabrera y Roos no pueden no haber leído ese fácil soneto de Borges. Se les nota, o al menos hay una sincronía. El primero rascó algunas de las zonas más feas o decadentes de Montevideo hasta descubrir o inventar alguna de las formas de la belleza. El resultado es un cancionero que no funciona precisamente como banda sonora para atraer turistas: "Rosedal / senderos, bancos / soledad / y la fuente llora su tristeza porque / no puede correr / hasta la fuente de atras del hotel", los viejos verdes y los chorros que describe en "Autoblues", Paso Molino, con sus bolsas de náilon que parecen brotar como brócolis del cemento eternamente sucio. El segundo, más conocido por las canciones poco brillantes que compuso en complicidad letrística con el murguero-publicista Raúl Castro ("Que el letrista no se olvide", "El grito del canilla", "La hermana de la Coneja"), también barrió sobre la alfombra un par de mugres de vereda: la ceremonia de dejar volar las cenizas de un amigo sobre el mar, la postal de olas marrones y blancas que se ve desde la rambla de Ciudad Vieja, la playa chica que muere en el Gas, el hombre de la calle que atraviesa el temporal. Cosas que vemos en Montevideo y que parecen mentira.

***

Y la ciudad, ahora, es como un plano 
de mis humillaciones y fracasos;

Borges convierte a la ciudad en más que un mapa, en un plano con post-its en esquinas, apartamentos, comisarías y bares donde la pasamos mal. Y en los versos finales, tan cliché, explica el mecanismo hipotímico de un hombre que nunca tuvo reparos en aceptar la tristeza -existencial, anecdótica- y habla de algo que los habitantes de esta ciudad gris sospechamos: una de las formas de entrar a una ciudad, de apasionarse por ella, es por sus peores puertas, por las cosas malas que nos pasaron en algunas esquinas, por el barniz opaco con el que vamos cubriendo este plano urbano con nostalgias, otoños, levantes fallidos, choques de autos, silencios nada cómodos.

Charlas con gente que se nos murió pero que quedaron adheridas como musgo a los muritos donde nos sentamos, las mesas sobre las que nos empedamos, los boliches donde fracasamos en todos nuestros planes para salvar el mundo o alguna otra cosa y las madrugadas que dejamos volverse mañanas sólo para quedarnos un rato más. Amigos que ya no tienen vida pero que nos embrujan la ciudad para que no nos olvidemos. Los únicos fantasmas en los que nos permitimos creer los agnósticos.

En mi plano de humillaciones y fracasos, Jaime Roos me ganó de mano: yo también tengo recuerdos que me hicieron daño en Durazno y Convención.

***

Un tannat rico para ser de producción nacional a temperatura ambiente. Viernes. Un bar donde se celebraban a la vez tres cumpleaños y un toque (Chino + Iván & Los Terribles, dos bandas ruidosas y circulares que vale la pena dejar que te taladren un rato). Charla productiva, con Marlboros de mi lado y fríos del suyo. Conversábamos con Francisco sobre todas las cosas, y aproveché una pausa para presentarle la idea que me había chispeado más temprano, cuando centrifugaron los primeros versos de "Buenos Aires" y un Google Map que había tenido que usar para llegar a un lugar conocido al que no sabía cómo ir. Una aplicación que podría llamarse Borges GPS (se me mezcla el copyright: él o yo sugerimos Montevideo 2016 y pensamos instantáneamente en el disco de John Cale). La descargás, la instalás y se abre un plano-mapa de la ciudad. Sobre los bares, plazas y fragmentos de rambla (pubs, estadios o cuarteles, para personas con pasiones de esas) podemos dejar marcas de las cosas malas que nos pasaron. Un plano de humillaciones y fracasos.

Con el correr de las copas nos inventamos tres tipos de marcador, de más leve a más grave: el dedo para abajo, el corazón quebrado y la calavera, que se aplicarían, respectivamente, a un esguince, un robo y una separación en terribles términos. También permite llevar la cuenta de cómo las ciudades van mutando, al descubrir el corazón quebrado de un examen de inglés perdido en el edificio de una academia, que hoy alberga a un gimnasio.

Y, como siempre, la noche se puso relativista: un hecho que para alguien podría merecer un dedito para abajo, podría ser una propia calavera para otra persona. Los cazadores coleccionan cabezas de animales que mataron a balazos. Los soldados coleccionan medallas por haber matado gente a balazos.

La pasión de uno puede ser acumular e identificar esos vórtices de la melancolía y la angustia. ¿Está mal?

***

Con Borges GPS tú podrás saber en qué escalones te tropezaste más, en qué esquinas tuviste más miedo, en qué líneas de ómnibus te tocaron los guitarristas más desafinados. Nuestro sistema de algoritmos permitirá traducir en estadísticas lo que hasta ahora identificabas como coincidencias: "67% de tus parejas traumáticas surgieron de una primera cita dentro del Municipio B", "en este bar hay 1% de probabilidades de que un mozo deje llorar la medida de whisky" o "el 99% de las veces que pisaste mierda estabas caminando por la vereda". A partir de esta información, tú podrás tomar decisiones calculadas en lugar de seguir tontas cábalas. ¡Incluso podrás comparar tu cantidad de calaveras con la de tus amigos! Borges GPS: pasarla mal pero acordarse bien.

***

Pero ningún programador va a invertir minutos freelance en una app tan antipática. Quedará en la caja de los planes geniales que nunca vamos a andar con ganas de concretar. Nunca seremos millonarios. Nuestra app nunca se volverá masiva ni viral. Nunca.

Como focus group improvisado, le conté la idea unos días después a Juan. Al 100% de los encuestados no les convenció, y el entusiasmo -que, igual, era fingido- se me apagó ante su respuesta probablemente sabia:

-Pasa que yo soy muy partidario del olvido.

***

ACTUALIZACIÓN

Álvez envió un prototipo de su plano, que demuestra una vida atormentada o un talento para la exageracion:




sábado, 23 de julio de 2016

Teoría conspirativa #482


Los faroles del alumbrado público, cuando titilan, están intentando comunicarse con nosotros, los humanos. En código Morse nos plantean preguntas, nos hacen reclamos, piden ayuda. El cableado de la ciudad les facilita la organización de asambleas a distancia. En general, logran consensos, pero siempre hay alguno que titila a ritmo unipersonal y el típico carnero que nunca se apaga.

Debe haber poca cosa más deprimente que el mundo esté convencido de que tus mensajes desesperados son sólo desperfectos eléctricos.

Eso convierte a los técnicos de mantenimiento de la intendencia en censores y a todos nosotros en malas personas, por omisión de asistencia. Sin saberlo, pero no es atenuante.

lunes, 28 de marzo de 2016

Taxibar


Que viva Satán y que viva el amor
("Taxibar",
de Comunismo Internacional).


Estar borracho y enojado. Cuando se juntan esos dos vicios, el cuerpo quema el etanol de una forma particular. Se sube hasta el cráneo y hace latir alguna de esas venas que serpentean contra el cerebro, que bombean un dolor intermitente en la sien, un anuncio líquido de una futura resaca. La piel suda para adentro y para afuera.

 Si bebe, no se enoje. Lo que mata es la mezcla.

Estar borracho y enfrentar una rambla. Irse de golpe de un lugar para escapar de algo que no sabés manejar.

Nunca aprendí a manejar.

***

Fd. versus el transporte.
Episodio I.

No tengo recuerdos de la moto sana. Siempre estaba mal. Creo que era plateada o roja. Me inclino a pensar que mis padres la compraron en Motociclo. No bastaba con patear la palanca del costado con violencia: había que empujarla para que arrancara. Unos metros, media cuadra. Una infidelidad a la ventaja de la moto sobre la bicicleta: que nadie tenga que hacer esfuerzo para transportarse. El auto tampoco arrancaba fácil. Había que prender el motor y dejar que se calentara, una operación que mi mente niña imaginaba como la muerte de un témpano. Era muy temprano y las temperaturas eran tan bajas que el pasto se volvía crujiente de escarcha. A veces también había que empujar el auto, con las manos enguantadas, con dedos como estalactitas. (Años después un médico explicaría mi friolencia y mi habilidad para acalambrarme bajo una misma causa: una circulación trancada, mala, embotellada. Esta bufanda en diciembre no es sólo una cuestión de actitud.) Seguro que la postal de dos niños empujando un auto con su padre adentro a la hora en la que el sol duda en salir era un simbolismo, una prefiguración de algo.

La escena. Yo era algo entre infante y adolescente. Había que ir con madre a hacer algo. Obvio que voy atrás en la moto. Sentarse en la cola de la avispa bañada de cromo y no saber de dónde agarrarte. Optar por los caños metálicos que salen del costado del asiento hacia atrás, para apoyar cosas. Escuchar la voz aguda que el casco amortigua.

-Agarrate de mí, que si no es un peligro.

Rodear a tu madre con asquito edípico. Arrancar por la calle Orleans hacia el sur, hacia los pinos, hacia Arocena con veredas con huellas de zapatos caros y restaurantes llenos de mesas con familias.

La escena dos. Fue después, o capaz antes. Había que ir con padre a hacer algo. Obvio que voy en la cola de la avispa. Saber de dónde agarrarse por experiencia previa. Rodear la cintura de padre. Escuchar la voz grave sin casco.

-¿Por qué mejor no te agarrás de los fierros?

Arrancar.

***

La caminata es larga porque quiero que duela. La playa es un par de metros de arena pegajosa. Se la tragaron unas olas erráticas como borrachos enojados. La luna se ve a medias. y si me apuran diría, sólo por reflejo pesimista, que está decreciente.

Por la rambla viene una pareja de turistas. Están en silencio, pero me doy cuenta de que son extranjeros por el acento que tienen sus ropas.

La rambla Wilson nace o muere ahí. Hay un casino que brilla como la frente de un parodista. Autos caros y no tanto les abren las puertas a ludópatas que creen que hay fortunas adentro de los slots esperando a que las rescaten. En frente, una aduana de conductores de ómnibus con sus milanesas a cualquier hora, sus hornillos de garrafa azul, sus charlas cargadas de quilos y quilos de tetas y culos.

Me sirve pensar que los dos se buscan sus propias fuentes de infelicidad, tanto apostadores como apostados al carrito de chorizos que brilla en el medio de una nube de grasa de vaca en estado gaseoso. Yo no podría ser ludópata ni ser conductor de ómnibus. Mal yo. Nunca aprendí a manejar -ni a viajar en el asiento del acompañante sin nervios- y no puedo encontrar satisfacción en la adrenalina de perder o ganar plata. Creo que la autodestrucción tiene que tener pocos mediadores. Directo a la sangre, al cerebro, al hígado, a la dignidad.

***

Fd. versus el transporte.
Episodio II.

Estamos yendo por la interbalnearia a uno de esos lugares que no me interesa saber nombrar. Estamos yendo a trabajar, esa palabra. La profesión es la carpintería. Es lo que sabe hacer mi viejo y el viejo de mi viejo, nudos en un ropero de roble genealógico que retrocede por la tierra hasta inmigrantes de Brasil que vieron cómo una aduana les tradujo el apellido que habían traído de algún lugar de Portugal, donde nació entre bancos católicos. Y yo no. ¿Por qué yo no sé? No sé.

Soy la rama del árbol que la motosierra mordió.

Cruzamos unos semáforos complicados con un puente arriba. Y ahí la veo. La perra negra -y creo que vieja- está cruzando la calle gimiendo, desorientada.

-Se ve que lo chocaron -dice padre, y ahí me doy cuenta de que me inventé que era hembra.

Nuestro auto se entrefrena para que pase, confundida. Pero el semáforo se puso a ser verde y en el otro carril, el que vuelve a Montevideo, las ruedas no saben parar y yo no veo nada porque el auto sigue pero escucho el crujido mojado.

Y en mi estómago está todo mal, aunque padre y hermano siguen como si nada, y hay que pisar el freno en el pedregullo porque tengo que abrir la puerta y, sin levantarme del asiento, hacer todo lo que significa vomitar menos la parte de devolver comida.

Algunas ruedas paran y otras no. Ningún conductor va a contar que vio un accidente.

El ruido sigue sonando hoy, decenas de peajes después, cada vez que veo un perro cruzar la calle. Aunque no haya autos, y a veces aunque no haya perro.

Las herramientas pesan en la valija de atrás.

***

Voy en un 109 por la parte más desagradable de 8 de Octubre. Entre los quejidos de metal destartalado del ómnibus aparece de golpe otro ruido de vidrio que estalla, a menos de 30 centímetros de mi cabeza con sueño. La ventanilla se convirtió en un millón de astillas transparentes, brillantes y peligrosas que nos bañan y que tintinean contra el plástico berreta de los asientos. No se si habría cerrado los ojos a tiempo, porque ya los tenía cerrados. En un milisegundo el conductor duda, pero decide seguir de largo. Apaga la radio y se le nota el miedo. Miro por el agujero de lo que antes fue ventana y veo a los dos guachos correr. Tienen remeras y gorritos de un cuadro, pero no veo los colores porque los faroles de la vereda están enfermos. No sé nada de fútbol, pero en ese momento recuerdo que era día de partido.

Hasta hoy me pregunto si eran del cuadro que perdió o del que ganó.

Otro ómnibus de otro año pero de esa misma época. La piba me mira cuando no la miro. Yo la miro cuando no me mira. Los dos nos damos cuenta de que el otro se dio cuenta. Tiene la piel muy blanca, interrumpida por unas pecas espolvoreadas y por dos ojazos verdes como el agua contaminada. Es una seducción tropezada, pero también es lo mejor que podemos hacer en un 109 que tiembla como con parkinson mientras suben viejas rapiñeras de asientos, guitarristas que machacan los oídos con canciones de Diego Torres y vendedores ambulantes que ofrecen cosas que ellos jamás comprarían. Seguro que tenemos horarios parecidos, porque nos cruzamos muchísimas veces a bordo. A la vuelta, ella sube después que yo y se queda cuando me bajo. Pienso que capaz me estoy imaginando, pero al viaje número 15 estoy casi en condiciones de descartar la hipótesis. El flirteo telepático a veces viene con sonrisitas vergonzosas, contacto ocular que dura demasiado tiempo o miradas de despedida cuando alguien se baja. Creo que hay algo de disfrute en esa tensión de lo casi dicho pero no dicho, de un grado de interés que nunca rconoceríamos en voz alta. O capaz somos simplemente cagones.

Un día voy a una clínica a hacerme una placa. Me obligan a que me quede quieto un montón de minutos mientras me bombardean con rayos X. Me visto y voy a la recepción a que me den el sobre. La recepcionista era ella. Nos miramos con complicidad predecible durante demasiado rato, que en definitiva es una nada.

Entonces vuelvo a casa y ella me agrega al Facebook. Me dice cosas que ya sé: te vi en el 109. etcétera. El etcétera acá está mal usado. Corresponde cuando hay varios elementos que trazan una línea, un lineamiento capaz de seguir. Acá no hay líneas, salvo la de CUTCSA.

Hablamos por Facebook y nada es tan mágico como en el 109. La mística tiene eso de efímero, irrepetible, como un perro o un delfín que hace un truco complicado cuando estamos solos pero se queda quieto cuando hay testigos. Los testigos lo arruinan todo. Chateamos. Intercambiamos cosas sin valor. Nos vemos de casualidad un par de veces. Nunca pasó nada. Una nada.

Ella conoció mis huesos del lado de adentro. Yo apenas miré sus ojos de color agua con cianobacterias.

La asimetría está a la vista y le paso la lengua.

***

Fd. versus el transporte.
Episodio III.

La ansiedad se acumula en el embriague, uno de los misterios de este mundo. El motor sufre en voz alta y no sé cómo manejarlo. Lo seco o lo ahogo. No nos estamos poniendo de acuerdo.

Es domingo y la familia puebla el auto, contenta ante el plan de ver al hermano mayor aprendiendo a manejar. La parte del volante es fácil. Los pedales no. Los cambios tampoco. Voy en segunda pero siento que soy un bólido que atraviesa las calles de un barrio desértico y jubilado, sin potenciales atropellados a la vista. De pronto, un pozo en la calle o en mi talento desestabilizan el auto. La parte del volante no es tan fácil cuando también hay que atender la parte de los pedales y los cambios. La esquina se acerca de frente. Cuál era el freno. No se puede pisar así nomás. Hay que embriagar primero. El motor ruge. Padre grita frená. No me acuerdo de cómo frenar. Piso el pedal que no era.

Casi todos tienen el cinturón puesto, así que el golpe es inofensivo. Físicamente.

-Dejá que manejo yo -dice alguien más adulto, y cuando bajo veo a la víctima: una bolsa enorme, negra y estirada que se desgarró y dejó salir sus entrañas. Pasto cortado. Hierba podrida. Hojas secas. Enredaderas que ya no enredan.

El auto sigue con el motor prendido, pero hay algo que se apagó.

***

Que se te haga larga la caminata. Estar casi llegando, a 1107 metros de tu casa y decir que ya está. Ver pasar un taxi y estirar una mano desganada como una planta marchita y sin estilo. Toser la dirección dos o tres veces para que atraviese la mampara.

-¿Entrás a las 6, maestro?

Dudo los tres segundos que tardan esas dos neuronas en estirarse, encontrarse, entenderse. No puedo culpar al taxista por malentender: tengo mochila y la ebriedad podría hacerse pasar por somnolencia, así que me confundió con un trabajador de la madrugada. Un compañero de la lucha y la nocturnidad. Sigo el tren, más por carencia de energías para desmentir que por diversión.

-Sí. Estoy medio tarde.

Son once cuadras de silencio, de complicidad de aliados en la noche de una selva de mal humor, focos sin ganas de alumbrar y bramidos de nafta grave. Voy sin hablar, pero voy mintiendo durante once cuadras, porque no voy desmintiendo. Lo hago parar en la esquina y dejo una propina más culpable que generosa en la latita que media entre su mundo y el mío. Las operadoras conversan en clave militar desde la radio cargada de estática; podrían ser diez, dos o mil y nunca me daría cuenta, porque todas tienen voz de operadora. Espero que sea una sola que se hace pasar por varias. Estaría bueno no ser el único que simula en esta madrugada.

La caminata de la culpa se extiende por unos 20 pasos de no mirar para atrás, para evitar la desilusión en la cara del taxista cuando descubra que saco las llaves y abro el pasillo de una casa que no es ni una empresa ni una fábrica. Hay un auto vacío estacionado. La vergüenza ya consumió al enojo y al alcohol, y me descubro incómodamente sobrio, mirando un retrovisor para tratar de encontrar algo.

Advertencia: las cosas que se ven en el espejo están más cerca de lo que parecen.

sábado, 16 de enero de 2016

Japón está tan lejos


Mirar animé es acercarse no sólo a otro idioma, sino a otro lenguaje. Es difícil decir bien qué es. Delimitarlo como toda la animación que se produce en Japón nos empuja a una trampa: es un criterio que ubica cosas en coordenadas geográficas pero no dice nada sobre ellas. Diría mi abogado: "República Oriental del Uruguay" son instrucciones para llegar a este país, pero "Estados Unidos de Norteamérica" contiene, además, algo de información descriptiva.

Un género es lo contrario: un conjunto por comprensión, una lista de características que pueden estar en mayor o menor medida pero que ayudan a ubicar qué es heavy metal, qué es ciencia ficción, qué es una autobiografía, ante la presencia de doble bombo, androides y una primera persona que identifica al autor con el personaje, respectivamente. Es cierto que hay subgéneros, híbridos, fronteras difusas, límites contestados, pero la intuición del consumidor de cultura está lo suficientemente contaminada para que el redactor de una revista del cable y un suscriptor puedan estar de acuerdo sobre definiciones útiles como el terror, el porno o el thriller. El tema es que bajo esta definición el animé tampoco es un género, porque puede haber animé de terror, animé porno o animé thriller.

Creo que el animé es más bien un estilo, una forma de contar, un montón de rasgos visuales. Ojos grandes, reacciones emocionales neuróticas, flashbacks difuminados, secuencias de acción con cámaras hiperactivas, pelos sobrenaturalmente lacios, diálogos pausados. Es animación que se produce en Japón pero también en Corea, en Estados Unidos (como Voltron o Avatar: The Last Airbender) y hasta se hizo en Uruguay. Y adentro de esa bolsa entran muchísimos géneros, con una obsesión por subdividir digna de trotskistas.

Para ese imaginario difuso que cuando nos conviene llamamos "la gente", animé equivale a shonen, o sea, el que apunta a edades escolares y liceales, en general con protagonistas de ese mismo estrato, con un trasfondo de peleas y aventuras, y un elemento no realista. Pero también está el shojo (para nenas, como Sailor Moon), el hentai (porno), y hay subgéneros de homoerotismo para adolescentes, de colegialas con inquietudes lésbicas, de niños que capturan bichitos y hasta un término para comando de jóvenes que pelean con monstruos gigantes con robots que en algún momento se unen en un robot más grande

El hentai siempre me pareció 0% excitante y el shonen, con excepción de Caballeros del Zodíaco, siempre me resultó aburrido; nunca me colgué con Dragon Ball ni con Naruto, ni siquiera cuando era un posadolescente que le entraba a cualquier aberración de la tevé abierta que tuviera peleas y rayos. Pero en estos años de algo parecido a la adultez me crucé con algunas series muy buenas (también películas: La tumba de las luciérnagas, Paprika, todo Miyazaki), que paso a recomendar sin orden particular, con la excusa de que estamos empezando un año o porque sí.


Deathnote (2006)

Creo que es el primer animé ever que me arrancó un "mirá qué bien". Hay unos ángeles de la muerte, los shinigami (sacados de la mitología japonesa, así como Pikachu es una reformulación del raiju, un demonio del trueno), que pasan todo el día en un limbo aburrido, como empleados municipales del más allá. A uno de ellos se le ocurre tirar a la Tierra, donde caiga, un deathnote: un cuaderno de tapas negras ("había un aire de cosas muertas", canta Cabrera en ese tema. ¿Coincidencia? Sí, pero qué coincidencia) que permite al portador matar a cualquier persona con sólo escribir su nombre y pensar en su cara. La cuadernola Papiros de la muerte le llega a Yagami Light, un estudiante meticuloso y resentido con el mundo, que decide usarlo para matar criminales que aparecen en las noticias.

Yagami mata a todos los que puede, todo el tiempo, con disciplina y secreto. Y el statu quo se va al carajo. A lo largo del planeta se crean cultos a esa figura misteriosa que limpia las ciudades de esta inseguridad que lamentablemente estamos viviendo. Ignorando si se trata de un grupo de asesinos o uno solo, la prensa lo apoda Kira, lo más parecido a killer que puede pronunciar el japonés promedio. Los delincuentes se vuelven más paranoicos (el deathnote cumple la función de panóptico mundial) y la Policía investiga con esfuerzo y fracaso a este vecino indignado capaz de hacer linchamientos a distancia.

Todo esto pasa en los primeros dos capítulos. Lo que viene después es una serie de intrigas, planes y contraplanes rebuscados, estrategias y jugadas complejísimas entre Yagami/Kira y L, un joven excéntrico y descalzo con el título del mejor detective del planeta y con un nombre estrictamente confidencial, para que Kira no lo mate. Con una dinámica Sherlock-Moriarty, los dos protagonistas de Deathnote se sacan chispas y atraviesan varios giros de la trama, algunos verdaderamente arriesgados. Son dos personajes llenos de capas de profundidad y dilemas éticos de la historia que resuenan con discusiones de estas épocas: cuánto de libertad individual estamos dispuestos a ofrendar a cambio de seguridad, quién manufactura la vara para medir y diferenciar a los ciudadanos de bien y los otros, qué valor tienen algunas vidas según su moral personal. La densidad de los razonamientos exige mucha atención. No es una serie para mirar haciendo otra cosa.


Neon Genesis Evangelion (1995)

Esta serie es lo que alguien que no ve animé piensa que es todo el animé. Al menos al principio. Hay unos bichos gigantes llamados ángeles que aparecen cada tanto de la nada y rompen todo, y hay humanos que los combaten en mechas -robots gigantes tripulados-, que es también el nombre del subgénero. Los primeros capítulos podrían ser el comienzo de cualquier animé para adolescentes: un protagonista joven, golpeado por la vida pero persistente se une al escuadrón de cazadores de ángeles y a través de su mirada vamos conociendo un futuro apenas distópico, en el que el miedo a la muerte y destrucción urbana no paralizan a la humanidad sino que más bien operan con el sigilo de los desastres naturales en algunos países de nuestro mundo. Si la historia suena mucho a la película Pacific Rim es porque Guillermo del Toro robó de este animé a mano armada con pistola láser.

Evangelion está basado en táctica narrativa que podría ser producto de un cálculo experimental o no. Como en la saga de Harry Potter, el principio tiene un tono 100% infantil (que en el caso del animé incluye un exceso de comic reliefs, una histeria emocional mucho mayor, líneas argumentales que excavan muy poco y una tendencia a que cada capítulo sea una cápsula más que una parte del algo). Pero a medida que avanzan los capítulos la serie madura, se complejiza, extiende seudópodos hacia todos lados, se entrevera, agrega violencia, sexualidad y tragedia. Pero si en las novelas de Rowling eso es un avance escalonado y en siete entregas, acá es una gráfica en línea recta, o una parábola que llega hasta el carajo al final, cuando todo se disuelve en los últimos capítulos, una locura experimental y esquizo que se desarrolla en la cabeza del personaje, que parece hecha por realizadores que toman ácido en ayuno hace meses y que recuerda a la parte demente de 2001: Odisea del espacio. Por suerte, los creadores sacaron una película que retoma y da fin a la historia desde un punto más tradicional y que cuenta qué carajo pasa. Todos contentos.



Fullmetal Alchemist: Brotherhood (2009)

La ambientación es steampunk, ese subgénero de la ciencia ficción que pregunta qué pasaría si en un momento histórico determinado hubiese algunos elementos de la tecnología (sólo algunos) más avanzados que el resto, insertos en un desarrollo científico muy anterior. Historias medievales con máquinas a vapor (de ahí viene el nombre), aventuras de la colonia con submarinos, indígenas con celular. En Full Metal Alchemist todo parece victoriano pero hay teléfono, radios a transistores, autos eléctricos y prótesis mecánicas para los desgraciados que perdieron miembros. En este mundo, la alquimia ocupa el lugar que la ciencia en el nuestro, como si las leyes de Newton hubiesen dado paso a los delirios de Nicholas Flamel. Pero no es magia sino alquimia, y hay reglas que cumplir; la más importante, que se repite en toda la serie en sentido literal y metafórico, es que la materia no se crea ni se destruye. Un alquimista de primero de liceo ya puede convertir agua en vino, pero no puede tomarlo por las normas legales ni crearlo de la nada por las normas del universo.

Edward y Alphonse Elric son dos adolescentes con un padre ausente, que ven morir a su madre en un incendio y deciden usar la alquimia para revivirla, un desafío que los alquimistas experimentados llaman tabú y que está prohibido. El intento de resurrección se complica: Edward pierde un brazo y una pierna, y Alphonse se queda sin su cuerpo, por lo que tienen que fijar su alma en una armadura vacía para que deje de flotar por ahí. Deciden convertirse en alquimistas profesionales (que en ese mundo también cobran funciones de policías) y Edward se especializa en convertir cosas en metal, así como otros alquimistas aprenden a manejar el fuego, el hielo o las habilidades curativas (porque la alquimia también desplazó a la medicina).

Como telón hay una conspiración que involucra a personas del gobierno, como siempre, y a siete villanos que encarnan cada uno de los pecados capitales y que resultan terroríficos porque son demasiado humanos, aunque no sean humanos. Hay muchos otros juegos con la tradición judeocristiana, siempre distanciados: en uno de los primeros capítulos, los hermanos se encargan de desenmascarar a un sacerdote que generó un culto en base a supuestos milagros, que en el fondo son resultados de la alquimia. Pero pronto pasan cosas que rompen las reglas fundamentales, y hasta aparece un lugar misterioso y espiritual, de paredes blancas y con una puerta enorme, al que se llega por medio de meditación y rituales especiales, donde hay un ser etéreo rarísimo (un contorno negro de la figura de una persona con una sonrisa omnipresente como la del gato de Chesire), así que al fin y al cabo todo pasa a ser en el fondo una cuestión de fe. Un poco como la ciencia, porque nadie nunca vio un átomo.

Hay dos animés basados en el mismo manga: éste es una adaptación textual que se hizo cuando los libros habían terminado y el otro, llamado igual pero sin el Brotherhood, se fue emitiendo mientras salían los libros y en un momento los alcanzó, por lo que los guionistas bifurcaron la historia e inventaron la segunda mitad, algo parecido a lo que va a pasar con Game of Thrones por culpa del perezoso y macabro George R R Martin.


Monster (2004)

(Éste es mi favorito. No lo pongo al final porque, ya dije, c'est ne pas un ranking).

Los samurai tienen esa idea de que si uno le salva la vida a una persona, se vuelve responsable de todo el daño que haga después. Kenzō Tenma es un cirujano japonés que trabaja en un hospital alemán y que tuvo la mala suerte de operar y salvar a un niño que cae a la emergencia con una bala en la cabeza y que después resulta ser algo así como el próximo Hitler o el Anticristo. Los 74 capítulos de este animé -el único de la lista que no tiene elementos sobrenaturales ni de ciencia ficción- son una larguísima road movie de Tenma, que decide buscar al nene que salvó, ya convertido en un joven psicópata, para matarlo y remediar su cagada hipocrática.

El viaje está lleno de personajes adorables y detestables a la vez, y de subtramas que crecen hacia los costados como raíces. La fractura de Alemania al medio es un tema recurrente, en especial cuando aparecen conflictos de espionaje, pero es sólo un trauma más en una serie que gira en torno a un humano que llega a escarbar en la crueldad con hambre y que se convierte en un führer en las sombras, una incógnita que mueve hilos conspirativos que se parecen a alambres de púas. Todo está mal en Monster, un drama con muy poco humor. Hay pequeñas redenciones, pero la belleza es descubrir cómo todo se puede poner peor. Johan, el psicópata, es uno de los mejores villanos que conozco, pero hay poco que se pueda decir sin vomitarle spoilers a los pobres lectores.


Cowboy Bebop (1998)

El western es un género muy fácil de llevar a la ciencia ficción espacial. En el espacio hay mucho espacio, como en el desierto, y a las autoridades les quedan agujeros a los que no llegan las leyes, caldo de cultivo para contrabandistas, cazarrecompensas, gángsters, outlaws. Cowboy Bebop mezcla ambos géneros, como la gran serie estadounidense Firefly (del maestro Joss Whedon, crador de Buffy, la cazavampiros).

El protagonista, Spike (nada que ver con el vampiro), es un antihéroe típico, un Han Solo animado que trabaja de cazarrecompensas -un cowboy- y que tiene un pasado complicado. Los otros personajes, que se van sumando de a poco, también tienen cosas que ocultar.

La serie entera es una carta de amor a la música anglo. Cada capítulo lleva el nombre de una canción en inglés o un género que surgió en Estados Unidos ("Jupiter Jazz", "Honky Tonk Women"), que se relaciona de uno u otro modo con el argumento. Muchos episodios tienen incluso frases de canciones insertadas en los diálogos o guiños a las letras, como un momento en el que uno de los personajes se droga y alucina con una escalera que sube hasta el cielo. Bastante más girado hacia la comedia y algo menos complejo que el resto de los animé de esta lista, Cowboy Bebop puede generar una enorme empatía por estos pobres diablos ("Simpathy for the Devil" es el título de uno de los mejores capítulos). Parece haber sido creada con los dos ojos puestos en conquistar a los occidentales tomando los rasgos de nuestro lenguaje visual. Y entre ellos se coló una banda sonora preciosa, lejos del techno industrial o la épica sinfónica que escuchamos en la mayoría de los animé. Si éste fue planificado como carnada, bueno: a veces hay que morder.

Sayonara.