lunes, 28 de marzo de 2016

Taxibar


Que viva Satán y que viva el amor
("Taxibar",
de Comunismo Internacional).


Estar borracho y enojado. Cuando se juntan esos dos vicios, el cuerpo quema el etanol de una forma particular. Se sube hasta el cráneo y hace latir alguna de esas venas que serpentean contra el cerebro, que bombean un dolor intermitente en la sien, un anuncio líquido de una futura resaca. La piel suda para adentro y para afuera.

 Si bebe, no se enoje. Lo que mata es la mezcla.

Estar borracho y enfrentar una rambla. Irse de golpe de un lugar para escapar de algo que no sabés manejar.

Nunca aprendí a manejar.

***

Fd. versus el transporte.
Episodio I.

No tengo recuerdos de la moto sana. Siempre estaba mal. Creo que era plateada o roja. Me inclino a pensar que mis padres la compraron en Motociclo. No bastaba con patear la palanca del costado con violencia: había que empujarla para que arrancara. Unos metros, media cuadra. Una infidelidad a la ventaja de la moto sobre la bicicleta: que nadie tenga que hacer esfuerzo para transportarse. El auto tampoco arrancaba fácil. Había que prender el motor y dejar que se calentara, una operación que mi mente niña imaginaba como la muerte de un témpano. Era muy temprano y las temperaturas eran tan bajas que el pasto se volvía crujiente de escarcha. A veces también había que empujar el auto, con las manos enguantadas, con dedos como estalactitas. (Años después un médico explicaría mi friolencia y mi habilidad para acalambrarme bajo una misma causa: una circulación trancada, mala, embotellada. Esta bufanda en diciembre no es sólo una cuestión de actitud.) Seguro que la postal de dos niños empujando un auto con su padre adentro a la hora en la que el sol duda en salir era un simbolismo, una prefiguración de algo.

La escena. Yo era algo entre infante y adolescente. Había que ir con madre a hacer algo. Obvio que voy atrás en la moto. Sentarse en la cola de la avispa bañada de cromo y no saber de dónde agarrarte. Optar por los caños metálicos que salen del costado del asiento hacia atrás, para apoyar cosas. Escuchar la voz aguda que el casco amortigua.

-Agarrate de mí, que si no es un peligro.

Rodear a tu madre con asquito edípico. Arrancar por la calle Orleans hacia el sur, hacia los pinos, hacia Arocena con veredas con huellas de zapatos caros y restaurantes llenos de mesas con familias.

La escena dos. Fue después, o capaz antes. Había que ir con padre a hacer algo. Obvio que voy en la cola de la avispa. Saber de dónde agarrarse por experiencia previa. Rodear la cintura de padre. Escuchar la voz grave sin casco.

-¿Por qué mejor no te agarrás de los fierros?

Arrancar.

***

La caminata es larga porque quiero que duela. La playa es un par de metros de arena pegajosa. Se la tragaron unas olas erráticas como borrachos enojados. La luna se ve a medias. y si me apuran diría, sólo por reflejo pesimista, que está decreciente.

Por la rambla viene una pareja de turistas. Están en silencio, pero me doy cuenta de que son extranjeros por el acento que tienen sus ropas.

La rambla Wilson nace o muere ahí. Hay un casino que brilla como la frente de un parodista. Autos caros y no tanto les abren las puertas a ludópatas que creen que hay fortunas adentro de los slots esperando a que las rescaten. En frente, una aduana de conductores de ómnibus con sus milanesas a cualquier hora, sus hornillos de garrafa azul, sus charlas cargadas de quilos y quilos de tetas y culos.

Me sirve pensar que los dos se buscan sus propias fuentes de infelicidad, tanto apostadores como apostados al carrito de chorizos que brilla en el medio de una nube de grasa de vaca en estado gaseoso. Yo no podría ser ludópata ni ser conductor de ómnibus. Mal yo. Nunca aprendí a manejar -ni a viajar en el asiento del acompañante sin nervios- y no puedo encontrar satisfacción en la adrenalina de perder o ganar plata. Creo que la autodestrucción tiene que tener pocos mediadores. Directo a la sangre, al cerebro, al hígado, a la dignidad.

***

Fd. versus el transporte.
Episodio II.

Estamos yendo por la interbalnearia a uno de esos lugares que no me interesa saber nombrar. Estamos yendo a trabajar, esa palabra. La profesión es la carpintería. Es lo que sabe hacer mi viejo y el viejo de mi viejo, nudos en un ropero de roble genealógico que retrocede por la tierra hasta inmigrantes de Brasil que vieron cómo una aduana les tradujo el apellido que habían traído de algún lugar de Portugal, donde nació entre bancos católicos. Y yo no. ¿Por qué yo no sé? No sé.

Soy la rama del árbol que la motosierra mordió.

Cruzamos unos semáforos complicados con un puente arriba. Y ahí la veo. La perra negra -y creo que vieja- está cruzando la calle gimiendo, desorientada.

-Se ve que lo chocaron -dice padre, y ahí me doy cuenta de que me inventé que era hembra.

Nuestro auto se entrefrena para que pase, confundida. Pero el semáforo se puso a ser verde y en el otro carril, el que vuelve a Montevideo, las ruedas no saben parar y yo no veo nada porque el auto sigue pero escucho el crujido mojado.

Y en mi estómago está todo mal, aunque padre y hermano siguen como si nada, y hay que pisar el freno en el pedregullo porque tengo que abrir la puerta y, sin levantarme del asiento, hacer todo lo que significa vomitar menos la parte de devolver comida.

Algunas ruedas paran y otras no. Ningún conductor va a contar que vio un accidente.

El ruido sigue sonando hoy, decenas de peajes después, cada vez que veo un perro cruzar la calle. Aunque no haya autos, y a veces aunque no haya perro.

Las herramientas pesan en la valija de atrás.

***

Voy en un 109 por la parte más desagradable de 8 de Octubre. Entre los quejidos de metal destartalado del ómnibus aparece de golpe otro ruido de vidrio que estalla, a menos de 30 centímetros de mi cabeza con sueño. La ventanilla se convirtió en un millón de astillas transparentes, brillantes y peligrosas que nos bañan y que tintinean contra el plástico berreta de los asientos. No se si habría cerrado los ojos a tiempo, porque ya los tenía cerrados. En un milisegundo el conductor duda, pero decide seguir de largo. Apaga la radio y se le nota el miedo. Miro por el agujero de lo que antes fue ventana y veo a los dos guachos correr. Tienen remeras y gorritos de un cuadro, pero no veo los colores porque los faroles de la vereda están enfermos. No sé nada de fútbol, pero en ese momento recuerdo que era día de partido.

Hasta hoy me pregunto si eran del cuadro que perdió o del que ganó.

Otro ómnibus de otro año pero de esa misma época. La piba me mira cuando no la miro. Yo la miro cuando no me mira. Los dos nos damos cuenta de que el otro se dio cuenta. Tiene la piel muy blanca, interrumpida por unas pecas espolvoreadas y por dos ojazos verdes como el agua contaminada. Es una seducción tropezada, pero también es lo mejor que podemos hacer en un 109 que tiembla como con parkinson mientras suben viejas rapiñeras de asientos, guitarristas que machacan los oídos con canciones de Diego Torres y vendedores ambulantes que ofrecen cosas que ellos jamás comprarían. Seguro que tenemos horarios parecidos, porque nos cruzamos muchísimas veces a bordo. A la vuelta, ella sube después que yo y se queda cuando me bajo. Pienso que capaz me estoy imaginando, pero al viaje número 15 estoy casi en condiciones de descartar la hipótesis. El flirteo telepático a veces viene con sonrisitas vergonzosas, contacto ocular que dura demasiado tiempo o miradas de despedida cuando alguien se baja. Creo que hay algo de disfrute en esa tensión de lo casi dicho pero no dicho, de un grado de interés que nunca rconoceríamos en voz alta. O capaz somos simplemente cagones.

Un día voy a una clínica a hacerme una placa. Me obligan a que me quede quieto un montón de minutos mientras me bombardean con rayos X. Me visto y voy a la recepción a que me den el sobre. La recepcionista era ella. Nos miramos con complicidad predecible durante demasiado rato, que en definitiva es una nada.

Entonces vuelvo a casa y ella me agrega al Facebook. Me dice cosas que ya sé: te vi en el 109. etcétera. El etcétera acá está mal usado. Corresponde cuando hay varios elementos que trazan una línea, un lineamiento capaz de seguir. Acá no hay líneas, salvo la de CUTCSA.

Hablamos por Facebook y nada es tan mágico como en el 109. La mística tiene eso de efímero, irrepetible, como un perro o un delfín que hace un truco complicado cuando estamos solos pero se queda quieto cuando hay testigos. Los testigos lo arruinan todo. Chateamos. Intercambiamos cosas sin valor. Nos vemos de casualidad un par de veces. Nunca pasó nada. Una nada.

Ella conoció mis huesos del lado de adentro. Yo apenas miré sus ojos de color agua con cianobacterias.

La asimetría está a la vista y le paso la lengua.

***

Fd. versus el transporte.
Episodio III.

La ansiedad se acumula en el embriague, uno de los misterios de este mundo. El motor sufre en voz alta y no sé cómo manejarlo. Lo seco o lo ahogo. No nos estamos poniendo de acuerdo.

Es domingo y la familia puebla el auto, contenta ante el plan de ver al hermano mayor aprendiendo a manejar. La parte del volante es fácil. Los pedales no. Los cambios tampoco. Voy en segunda pero siento que soy un bólido que atraviesa las calles de un barrio desértico y jubilado, sin potenciales atropellados a la vista. De pronto, un pozo en la calle o en mi talento desestabilizan el auto. La parte del volante no es tan fácil cuando también hay que atender la parte de los pedales y los cambios. La esquina se acerca de frente. Cuál era el freno. No se puede pisar así nomás. Hay que embriagar primero. El motor ruge. Padre grita frená. No me acuerdo de cómo frenar. Piso el pedal que no era.

Casi todos tienen el cinturón puesto, así que el golpe es inofensivo. Físicamente.

-Dejá que manejo yo -dice alguien más adulto, y cuando bajo veo a la víctima: una bolsa enorme, negra y estirada que se desgarró y dejó salir sus entrañas. Pasto cortado. Hierba podrida. Hojas secas. Enredaderas que ya no enredan.

El auto sigue con el motor prendido, pero hay algo que se apagó.

***

Que se te haga larga la caminata. Estar casi llegando, a 1107 metros de tu casa y decir que ya está. Ver pasar un taxi y estirar una mano desganada como una planta marchita y sin estilo. Toser la dirección dos o tres veces para que atraviese la mampara.

-¿Entrás a las 6, maestro?

Dudo los tres segundos que tardan esas dos neuronas en estirarse, encontrarse, entenderse. No puedo culpar al taxista por malentender: tengo mochila y la ebriedad podría hacerse pasar por somnolencia, así que me confundió con un trabajador de la madrugada. Un compañero de la lucha y la nocturnidad. Sigo el tren, más por carencia de energías para desmentir que por diversión.

-Sí. Estoy medio tarde.

Son once cuadras de silencio, de complicidad de aliados en la noche de una selva de mal humor, focos sin ganas de alumbrar y bramidos de nafta grave. Voy sin hablar, pero voy mintiendo durante once cuadras, porque no voy desmintiendo. Lo hago parar en la esquina y dejo una propina más culpable que generosa en la latita que media entre su mundo y el mío. Las operadoras conversan en clave militar desde la radio cargada de estática; podrían ser diez, dos o mil y nunca me daría cuenta, porque todas tienen voz de operadora. Espero que sea una sola que se hace pasar por varias. Estaría bueno no ser el único que simula en esta madrugada.

La caminata de la culpa se extiende por unos 20 pasos de no mirar para atrás, para evitar la desilusión en la cara del taxista cuando descubra que saco las llaves y abro el pasillo de una casa que no es ni una empresa ni una fábrica. Hay un auto vacío estacionado. La vergüenza ya consumió al enojo y al alcohol, y me descubro incómodamente sobrio, mirando un retrovisor para tratar de encontrar algo.

Advertencia: las cosas que se ven en el espejo están más cerca de lo que parecen.